domingo, 3 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Cáncer)


EL DECLIVE  (Cáncer)

Viene del post anterior


“Es cierto que el sol sale cada día pero son realmente pocos los que entra en nuestras vidas para calentarnos”. Era Elías quien te soltaba, cuando menos lo esperabas, frases como ésta. Tú le mirabas sorprendido y casi nunca le respondías.
                                   
            Os habían asegurado que pocos fenómenos naturales superan en belleza a un amanecer en Palmira. Por eso os habéis despertado antes de que la negrura de la noche de paso a la infinita claridad de las arenas calientes. Ella remolonea antes de decidirse a despegar las sábanas que os han dado cobijo y tú las olfateas para impregnarte de los aromas que exhala su cuerpo. Has pasado la noche abrazado a ella y ahora besuqueas todo su cuerpo para despertarla.
   —Ve tú y luego me lo cuentas —te dice con la voz ahogada por el sueño—. No puedo mover un solo músculo de mi cuerpo —añade con infinita pereza.
   No le haces caso. Esa forma de despertarse la repite casi a diario y sabes que forma parte del ritual de la mañana. Quiere que la sigas abrazando un poco más, que acaricies su espalda, sus muslos, que toques sus pechos para que poco a poco se vayan erizando y que, finalmente, dejes tus manos quietas entre lo íntimo de sus piernas para que notes el calor húmedo que se derrama imparable desde sus ardientes entrañas. 
   Mala suerte. Unas nubes inoportunas están ocultando la salida del sol que debía emerger como un Apolo triunfante por encima de las majestuosas copas del espeso palmeral. Es la hora más fría de los desiertos y hay que abrigarse como en los días gélidos de un invierno polar. Algunos turistas se enojan e incluso reclaman un días más de estancia gratis para ver el amanecer que prometían los folletos. A ti en el fondo te da todo igual; ella está contigo y con eso te basta para ser feliz. Tu amanecer es ella y tu sol la luz verde que derraman sus ojos.  Viéndola piensas en la reina Zenobia y en su imperio perdido y sientes pena porque no esté allí, para que vea y comparta la nueva felicidad de sus nuevos y estrafalarios súbditos venidos desde muy lejos para ver las ruinas de lo que un día fue su majestuoso reino, caído en desgracia por la rapiña del césar romano.
   Estáis sentados sobre las arenas de un pequeño otero. Ella ha acomodado su espalda entre tus piernas dejando caer todo su peso contra tu vientre mientras tú rodeas su tronco con tus brazos firmes para darle calor. Apoyas tu boca contra su pelo y cierras los ojos para mirar dentro de tu alma el otro amanecer, el que verdaderamente está dando luz a tu vida. Ella vuelve ahora su cara hacía ti y te reclama un beso.           
   —Vámonos —dice con resolución—, el sol no quiere salir y yo necesito una ducha caliente. Y creo que tú también. Nos hemos quedado helados y sin el prometido amanecer de Palmira —añade contrariada.
   Desayunáis con apetito. Mientras tú le sirves el café ella te prepara las tostadas y te selecciona los jugos de las frutas exóticas que se arraciman en los extremos de las mesas. Te mima y tú te derrites en el gesto. No hay prisa alguna, el tiempo ahora es todo vuestro, como lo soñaste un día.       
   Disponéis de toda la mañana para recorrer la ciudad que se durmió en sus piedras hace más de dos mil años y que aun pervive a costa de la imperecedera renta de sus contraluces. A lomos de un camello cansino vais recorriendo, como extraños beduinos, las interminables calles de Tudmur con sus majestuosas columnatas, sus arruinadas plazas y el fantasmal anfiteatro donde, desde tiempos pretéritos, se siguen escuchando los ecos de la tragedia greco-romana que hizo de Zenobia su víctima preferida. Cabalgáis juntos sobre el mismo lomo del fatigado animal. Sobre tu rostro vas sintiendo su hálito y sobre tu espalda el roce de su pecho que se acompasa con cada paso de la cabalgadura.  Te tiene tomado por tu talle y por tu alma y notas que toda tu voluntad se diluye en el encanto de su voz y de su risa.    

   Ahora el calor aprieta. Ella y tú os habéis colocado sobre las cabezas el turbante de los beduinos fijado por el cíngulo. Ambos paños son blancos, pero tu cordón es negro, como manda la tradición,  y el de ella a franjas rojas, verdes y azules. Intencionadamente se ha cubierto el rostro dejando entrever tan sólo sus ojos claros en los que, sin ella saberlo, se ha instalado el sol de los desiertos para deslumbrarte. El camellero la observa complaciéndose en su belleza y te mira: “Es Zenobia”, te dice, y tú asientes orgulloso, pero sabes que el guía se está equivocando: es Sheherezade rediviva, piensas, que ha venido hasta la luz del Cham tan sólo para amarte.



Continuará...

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