domingo, 17 de mayo de 2015

EL DECLIVE (Sagitario)

EL DECLIVE (Novela)

Viene del post anterior 


SAGITARIO

Madrid, invierno del 2005

“Los teléfonos que estremecen la noche con su insistente timbrazo nunca presagian lo  bueno.”  A alguien le oíste decir esta frase y ahora no puedes recordar quien fue. Da igual; no son momentos para memorias.

   Estás sentado en el borde de la cama y la ofuscación de un despertar intempestivo te impide localizar el auricular del teléfono que acabas de dejar sobre las sábanas revueltas. Cuando al fin lo encuentras quieres llamarla pero no encuentras su número. Bostezas, aunque ya no tienes sueño. Sientes frío a pesar de que la habitación, cerrada a cal y canto, rezuma un calor húmedo insalubre después de muchos días sin ventilación. Buscas a tientas las pantuflas pero una vez que te las calzas no sabes qué hacer con tus piernas. En esa estúpida espera todo lo que se te ocurre es encender otro cigarrillo; el segundo del día al que seguirán más de cuarenta. El primero te lo fumaste mientras tus oídos no daban crédito a lo que te iban contando desde el otro lado del teléfono. Diez pasos vacilantes desde el dormitorio hasta la cocina. Miras de reojo el despertador. Son casi las seis de la mañana. No son horas para despertar a nadie y menos con malas noticias. Conectas la radio pero eres incapaz de entender lo que está diciendo el locutor de turno. La cafetera se amontona junto a otros cacharros sucios en la fregadera revuelta de la cocina. Aun contiene los restos del último café. Mientras la enjuagas para hacerte uno nuevo, el primero de la mañana al que seguirán otros cinco o seis, sigues dándole vueltas, no a la noticia que te acaban de dar, sino al hecho de saber por qué te ha llamado precisamente a ti. Siempre lo hace cuando se siente en apuros aunque ella como tú sois conscientes de vuestra incapacidad mutua para daros una ayuda eficaz.
   Pensabas que habían dado todo por terminado, que cuando ella te dijo, hace ya casi dos años, que no podía seguir junto a un alcohólico desequilibrado, viejo y enfermo, hablaba desde el fondo de su inestable verdad pero nunca se sabe qué es lo que mueve el sentimiento de una mujer fracasada que tras el desamor ha de vivir en la absoluta soledad.
   Te vistes y sales.
   Acudes a la misma estación de todos los días con las mismas gentes de siempre. Todavía es de noche.
   El viaje de hoy se te ha hecho más corto y, sin embargo, hubieses deseado que no terminara nunca. Luego son otros quince minutos andando hasta el lugar al que no quisieras llegar. La luz va venciendo a la oscuridad de la noche. La ciudad que nunca duerme se empieza a agitar. Las gentes corren de un lado para otro saltando semáforos y pasos de cebra como si fueran alocadas hormigas de un agosto asfixiante. Los observas y te sientes ajeno a ellos; distinto. De sobra conoces la calle a la que tienes que ir pero, aún así, cuando entras en ella miras el rótulo con esa manía tuya de no dar un paso sin comprobar todo antes.
    La casa está en una calle secundaria, es un más bien un callejón donde los gatos se mueven cautelosamente entre restos de basura. Huele húmedo. Frente a la casa hay un muro grande desconchado que oculta un caserón donde hace años se alojaban gentes sin techo y que ahora es objeto para la rapiña de la especulación inmobiliaria. El portal que da a la calle está abierto; siempre lo está. En la puerta del desvencijado ascensor hay un cartel ajado que dice “No funciona. Disculpen las molestias”. Las escaleras empinadas y estrechas hacen crujir sus tablones mientras las vas subiendo hasta el tercer piso. El sofoco ha empezado entre el primero y el segundo, como casi siempre. Te tienes que hacer a un lado para que la vieja que está bajando con una bolsa de basura en la mano pueda pasar por la angostura. Esa pausa le proporciona un ligero alivio a tu disnea progresiva. Ni ella saluda ni tú tampoco.
   Cuando vas a tocar el timbre la puerta se abre sola. Al otro lado está Lucía, más derrumbada que nunca y también más ajada y prematuramente envejecida;como sin brillo. Debe ser el efecto del contraluz mortecino del rellano de la escalera enfrentado al fluorescente del pequeño vestíbulo de la casa. Su inexpresividad no te permite averiguar si ha llorado o no.  Parece más abatida que preocupada, más triste que dolorida. Desde luego la voz que te habló por teléfono era átona y exenta de emoción. Te dijo lo que te dijo como quien te está contando la última película que vio la semana pasada. No te extraña, en los últimos tiempos y en las contadas veces que hablaste con ella su actitud ha sido siempre la misma; distante y rota. Mientras las observas, recuerdas sus medias desgarradas y sus zapatos pisoteados y el modo en que se sonaba los mocos el día que la conociste, cuando la tarde de los caballos locos y las despavoridas carreras delante de las cargas policiales en los lejanos años de la dictadura. Era bonita entonces. Ahora ya no sabes si aquello fue un sueño que nunca existió o por el contrario lo irreal es lo que ahora te está tocando vivir.  Se recoloca un mechón de un pelo sin lustre que cuelga por su frente y se hace a un lado para indicarte, con un gesto ambiguo, el camino que debes seguir.
   Recuerdas vagamente el apartamento de Elías.  Lo visitaste por primera vez el día que Irene te invitó a subir y en aquella ocasión ella lo llenaba todo tan cegadoramente que apenas te dio tiempo para reparar en detalles. A la derecha del pasillo hay un saloncito con escasos muebles en el que destaca un sofá de piel cuarteada y varios cojines por el suelo.  En una mesita auxiliar hay un par de botellas de whisky casi consumidas. Al otro lado está la pequeña cocina que aún huele a comida oriental y sobretodo a alcohol. Varias botellas de vino se apilan en la encimera. El fregadero está atiborrado de cacharros sucios. En un cenicero rebosan las colillas. No te detienes ahí, ése no es el sitio al que ella te quiere llevar.
   Te empuja suavemente hasta el fondo del pasillo donde se encuentra la habitación de los  hechos recientes. Sin variar su tono de voz te dice:
   —Está ahí. Está muerto.
   Se le ha ahogado un poco la voz al decirlo. Se detiene y traga saliva. No quiere blandear. No quiere que la veas llorar. Sabe que odias su llanto. Saca un pañuelo y se limpia la nariz. Luego te dice:
   —Ha sido su voluntad. Lo deseaba desde hacía tiempo. Ahora no sé qué hacer. Necesito que me ayudes. Me llamó de madrugada para hacerme partícipe de su acto final. No llegué a tiempo.
   Atravesado de parte a parte en una cama grande y revuelta yace el cuerpo de un hombre con los ojos cerrados y la boca abierta. Su expresión es serena. Se diría que la muerte le sobrevino mientras dormía. Te cuesta reconocerlo.
“¿Por qué esa manía de los muertos de cambiar en el último momento la expresión de toda la vida?” —piensas.
   Le preguntas que si es Elías y tu pregunta de puro simple resulta tan extremadamente tonta que no merece ni siquiera una respuesta.
   Adoptas tu papel de hombre decidido y tratas de colocarte en el sitio que Lucía no te ha pedido. Quizá no hayas interpretado bien sus palabras. Por eso, de pronto, te vuelves resolutivo y le indicas que avisarás a un médico para que certifique la defunción, a la funeraria para que inicie los trámites del enterramiento e incluso a la policía y al juzgado para que un juez de guardia levante el cadáver y tome nota de los hechos.
   —No hay duda sobre la causa de la muerte; ha sido un infarto en toda regla —le dices—, tratando de confinarla en un estado de sosiego que ella no necesita.
    Nunca has sabido comprender a Lucía. Ni lo supiste el día que te ofreciste llevarla a su casa en tu motocicleta y ella eligió el metro, ni aquel otro en que con una calma envidiable, que a ti te pareció una crueldad despiadada,  se marchó de tu lado para abrazar una nueva vida que a ti, sin ti, te parecía más absurda que imposible. “Volverá a mí”  —pensaste, entonces—, equivocándote una vez más.
   Ahora, mientras Lucía te quita el teléfono con una mano, toma la tuya con la otra y te lleva hasta el saloncito del sofá de cuero cuarteado.
   —No llames a nadie —te dice, mirándote intensamente desde el fondo de sus ojos—. No ha sido un infarto —prosigue en su tono—. Ha querido suicidarse en mis brazos y yo no he tenido el coraje de impedírselo —concluye—.    
   Luego, con gesto cansado, va a la cocina para hacerte un café que no le has pedido.
   Te levantas y tratas de seguirla. Cambias de idea y vuelves al dormitorio. No pasas de la puerta porque crees que de hacerlo estarías violando la intimidad de un cadáver. Allí sigue el muerto. Te sorprende, estúpidamente, que siga en la misma postura y con el mismo rictus fúnebre. Crees que debes acomodarlo para colocarlo en una postura más humanizada pero enseguida desistes. Piensas que cuando, necesariamente, vengan los del juzgado exigirán que nadie haya intervenido en la escena mortuoria con intención de modificarla. Lo has visto en muchas películas y ahora te atemoriza y te asombra que puedas estar formando parte del elenco real de una película macabra.
   “El rigor mortis ya se habrá instalado en su cuerpo para otorgarle la rigidez eterna” —piensas—. “Si no actuamos quedará tieso para siempre y no habrá forma de colocarlo en la caja”. No entiendes por qué te preocupa tanto el ataúd y la estética de la muerte. Y entonces decides hablar con ella.    Lucía fuerza una sonrisa mientras coloca en tus manos una taza de café.
   —Ha sido lo mejor —te dice en voz baja como tratando de hablar sólo para sí misma—. Hacía tiempo que el alma había abandonado su cuerpo viejo y gastado. No se puede vivir en esa dualidad disociada. Es absurdo que alma y cuerpo vayan por caminos divergentes, al final acaban por no reconocerse. Esa es la verdadera muerte y él la llevaba sufriendo desde hacía demasiado tiempo. Por eso, cuando me manifestó sus intenciones traté de disuadirlo sin poner demasiada convicción en ello. Tengo la sensación de que en algún momento pude incluso animarlo para dar este paso. A la gente hay que darle siempre la solución a los problemas que les agobian aunque esas salidas, en ocasiones,  puedan parecer improcedentes e incluso inoportunas. Lo habíamos hablado en alguna ocasión. A Elías no le molestaba el tema, es más, te diría que hasta se recreaba en ello. Por eso yo le seguía su juego, tenía la impresión de que hablando de aquello se liberaba de las muchas angustias que oprimían su corazón casi a diario. No fue así. Me contagiaba su debilidad y a pesar de todos los sinsabores de nuestros últimos tiempos no tuve el coraje necesario para abandonarlo del todo como hice contigo cuando te dejé de amar. Era muy distinto a ti. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, muy diferente.
   Hace una pausa. Saca un pañuelo del bolso y se suena la nariz sin hacer ruido. Los mocos acuosos caen solos. Luego continúa:
   —De ti me gustó en su día tu firmeza, de él me enamoró su desvalida dulzura. Érais tan diametralmente opuestos que para mí os complementábais de una manera maravillosa. Lo que a uno le faltaba al otro le sobraba y viceversa. Hubiésemos podido vivir los tres juntos en perfecta armonía. Si tú lo hubieses consentido posiblemente él lo habría aceptado, sin recelo. Me lo comentó en broma en alguna ocasión aunque yo sabía que hablaba muy en serio. De haber sido así,  yo habría quedado encantada, fascinada. Pero fue mejor como fue. De haber sido de otra manera, hoy tal vez los muertos serían más de dos. Siempre fuiste firme de carácter y lo que un día me atrajo irreprimiblemente hacía ti, otro, me alejó para siempre. Él me llegó a amar sin reservas, tanto que en aras de mi felicidad sacrificó su vida hasta el duelo.
   Ella está hablando y tú, como herido por la vergüenza, desvías la vista para no enfrentarte a la suya.
   —No te he llamado para que me ayudes a trasladar su cadáver, de eso me puedo encargar yo. Irene también me ayudará. Si he querido que vinieras ha sido para que los tres juntos pudiésemos compartir estos instantes íntimos y recordar, por última vez, aquello que un día nos unió y las muchas cosas que nos llevaron después a nuestro irremediable aniquilamiento. No te pido ahora que te quedes, pero si lo haces me refugiaré en ti por un tiempo, como lo hice tantas veces en nuestro pasado común sin que apenas te dieras cuenta. En estas extrañas circunstancias he sentido la necesidad de tenerte conmigo.
   Hace una pausa y te muestra un papel arrugado que saca del bolsillo de su pantalón.             
   ––Lo tenía en su mano cuando llegué.
  
   Esto empieza a hacer efecto. Muy pronto me voy a dormir y tú no habrás llegado.  No puedo esperarte, ya no queda tiempo. No me guardes rencor. Me voy con tu nombre en los labios y tu recuerdo en mi corazón. Recógelo todo y quédate con lo que creas que merece la pena guardar. Ayer rompí todos los escritos, los hice pedacitos y luego los arrojé a un contenedor. Habla con Irene, sólo con ella y con nadie más. Sólo a ti te entenderá. Si hubiera otra vida ten por seguro que te seguiré amando allá donde esté. Qué pena que después de esto ya no quede nada, ni siquiera el recuerdo. Si tuviese la oportunidad,  ten por seguro que volveré para decirte a qué lugar van los muertos”.

            Lo lees y no lo acabas de entender. ¿Qué clase de perdón le está pidiendo a Lucía? No esta solicitándole su benevolencia, lo que ha pretendido es envolverla una vez más en su espiral delirante que final y felizmente ha puesto fin a su propia tragedia en la que ha arrastrado a demasiada gente. Si ha tirado todo a la basura por qué le invita a que recoja “aquello que pueda merecer la pena guardar”. Seguramente, el muy canalla le está insinuando que indague en una búsqueda que le permita hacerle entrega de lo que antes de morir deseaba. La quiere seguir provocando incluso después de muerto. Hay que ser muy rebuscado y muy mala persona para seguir haciendo daño después del suicidio. Ahora te das cuenta de su jugada. Él ya sabía que Lucía te llamaría y que te haría partícipe de su acto final y minúsculo y que con esa nota no estaba provocando su curiosidad sino la tuya.  Quieres hablarle de todo esto pero entiendes que no es el momento, a los muertos hay que llorarles mientras están de cuerpo presente pero una vez enterrados al traste con su memoria y sus últimas voluntades.
   “¿Qué recoja todo y se quede con lo que crea que merece la pena guardar?”. Sigues sin entender.
   Entre el desconcierto y la indignación vuelves a leer dos, tres, cuatro veces aquel escrito mortuorio y poco a poco te va pareciendo menos cruel, llega a parecerte incluso hermoso, sobretodo el último párrafo al que encuentras bellamente literario y poético. Cuando terminas la cuarta lectura lo pones contra la pared para alisar las arrugas. Luego, lo doblas en cuatro partes y se lo devuelves a Lucía.
   —No lo pierdas —le dices—, es la prueba auténtica de su voluntad final. Puede que te sirva.
   Ella te mira con perplejidad y acaba dibujando en su rostro cansado un inquietante punto de interrogación. No sabe cómo interpretar tus últimas palabras.
   Estáis ahora los dos nuevamente en la habitación donde Elías yace panza arriba y con la boca abierta. Tiene puesta la chaqueta de un pijama a rayas verdes y blancas y unos calzoncillos azules con lunares blancos. Parece que están meados. Se te antoja que es un atuendo poco serio para un acto tan trascendente como un suicidio. Su expresión te recuerda a muchos adormilados de los que viajan al amanecer en los trenes de cercanías. Podrías intercambiar su cara de muerto con la de cualquiera de ellos. Está tan natural, tan poco estresado, que por un momento te asalta la duda acerca de la certeza de su muerte y quieres acercarte para tocarle y cerciorarte, pero desistes ante semejante estupidez. Tiene que estar ya frío y sobre todo rígido y cuando vuelves a pensar en la muerte se te viene al pensamiento la imagen del portero de tu casa al que encontraste tirado en su garita un amanecer, de no hace muchos meses, víctima de una muerte repentina Aquel muerto levantó entre el vecindario muchísimo revuelo e incluso algunas dudas razonables sobre la causa de su  óbito. “No era buena persona” —se decía de él.
   Te vuelves hacia Lucía y lanzas un suspiro al aire como dando a entender que así es la vida. Ella no percibe tu intención. Tiene la mirada ausente y los hombros caídos. Te crees en la obligación de dar un poco de consuelo. Has visto que en los duelos la gente, incluso los poco allegados entre sí, se abrazan efusivamente y se dan besos en la cara y palmadas en la espalda, como si en el contacto físico se diluyera el dolor de la desesperanza. La tomas por la cintura y la atraes hacía ti en un gesto exento de ternura. Sigue exhalando el aroma que tanto te excitaba en otros tiempos pero no pones ni un ápice de intención en ese acto. Ella, para tu asombro, reclina su cabeza en tu hombro y te dice que nadie se merece lo que estáis viviendo. Y entonces sientes pena por ella y por ti,  e incluso por el desalmado que acaba de quitarse de en medio haciéndoos partícipes de su último acto de cordura. Es un dolor compartido aunque uno de los tres ya no sienta nada. Y piensas, atropelladamente, en vuestras vidas marchitas que se han ido triturando poco a poco en los engranajes de un mundo vacuo. Los años han ido pasando a una velocidad que no era imaginable cuando corríais ante los caballos locos de los tiempos felices. “Cuando termine la escabechina del tiempo —piensas—, llegarán los días de tamizadas luces suaves y con ellos la paz”.

Continuará...
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