miércoles, 5 de marzo de 2014

La edad invisible

 No somos invisibles. Gerardo no tiene razón. No es argumento haber sobrepasado una edad determinada para que ya no te miren, para que no te observen, para que no se interesen por ti. Eso lo dice porque seguramente ya nadie se fije en él. En mí sí.

 Hace varias semanas que me observa. Ayer incluso, en un cruce de miradas esbozó una sonrisa. Eso no se hace así porque sí. Cuando alguien te mira, sostiene tu mirada y al final te dedica un gesto de simpatía es porque está notando tu presencia y quiere decirte algo. Yo lo he percibido así, aunque el imbécil de Gerardo, que es un año mayor que yo y eso se nota, piense de forma contraria. Además, él es poco agraciado, desgarbado, se arregla sin ningún aliño, lleva usando la misma corbata y el mismo traje gris desde que le conozco. No lustra sus zapatos. Hay días que llega al trabajo sin afeitar y los cuellos de sus camisas están desgastados. Es normal que él sea un sujeto invisible a los ojos de los demás y mucho más a los de ella.

No es que esté obsesionado ni que pase todo el día pensando en lo mismo, pero reconozco que desde que llegó, hace ahora algo más de un año, he sentido una innegable curiosidad que me lleva a interesarme por ella de una forma más antropológica que otra cosa. A veces resulta esquiva y otras muy próxima, diría que cálidamente cercana. Pienso que su timidez, a fuerza de querer superarla, a días la esclaviza y a días la libera, esplendorosamente. Claro que con Gerardo tiene más contacto que conmigo; sus mesas están más próximas, trabajan para la misma sección y es obligado que ella deba consultarle asuntos relativos a la actividad de ambos. Están asignados a un departamento aburrido y ésa es la única razón por la que hablan más a menudo. Además, entre ella y yo se interpone una mampara excesivamente alta que aísla su mesa de trabajo de la mía e impide el contacto directo. En ocasiones he sentido ganas de hablar con el director y sugerirle que la redacción sea un espacio abierto y sin ningún tipo de separaciones. Esos pequeños y claustrofóbicos reductos donde se nos aísla de todo contacto no es lo más idóneo para una buena dinámica laboral. Yo, al menos, no necesito de ese falso ambiente de intimidad para desarrollar mi trabajo con normalidad. Recientes estudios sobre el rendimiento laboral de las empresas modernas indican que las oficinas luminosas y abiertas, donde la gente se ve y se comunica y en donde además sobrevuela una suave música ambiental son mucho más productivas que esta jaula en la que me encuentro y que no ha cambiado su fisonomía en los últimos treinta años. Si no fuese por su perfume cautivador el tufo a naftalina que desprenden estas estancias echaría para atrás a cualquiera. Nada es tan disuasorio como un olor desagradable. Por el contrario; ella es como un rayo de luz en medio de tanta tiniebla, como un aroma venido desde un remoto edén para impregnarlo todo con su esencia. Sin ella la oficina y el trabajo serían como estar condenado a perpetuidad en un oscuro y húmedo calabozo.

A veces he notado que, para escucharme y observarme, detiene su trabajo cuando yo tecleo febrilmente en mi ordenador apurado por la premura del tiempo, pero tengo que reconocer que, a mi vez, yo hago también lo mismo. Es una pena que traiga de casa el termo con café con leche y su bocadillo de media mañana porque la máquina de refrescos sería un buen sitio para el encuentro. Ella no va nunca. Hace tiempo me pasaba la mañana yendo y viniendo para hacerme el encontradizo hasta que, consciente de sus costumbres, desistí de mi empeño.

Un par de semanas atrás cambié mi ruta y tomé el 156; el autobús que ella utiliza para desplazarse de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. En la cola me hice el remolón tratando de que no me viera pero una vez dentro, me situé al fondo para poder observarla con mayor tranquilidad confundido entre la gente que a esa hora punta abarrota el transporte público. Se pasó el trayecto, de unos veinte minutos, leyendo una revista sin apenas levantar la cabeza. Llevaba los auriculares puestos conectados a su mp3. No habló con nadie. Eso me reafirmó en el concepto que tengo sobre su carácter reservado y sobre la posibilidad de que su corazón no sea prisionero de ningún hombre.

Ya sé que mi fantasía me lleva a veces a imaginar mundos deslumbrantes pero, Tomasito Ruano, que es feo como un demonio y más soso que la mantequilla sin sal y al que le quedan dos telediarios para la jubilación, encontró hace un par de años una morena dominicana de muy buen ver con la que acabó por contraer nupcias. Ahora vive feliz o al menos eso es lo que él se encarga de ir pregonando, aunque luego vaya usted a saber; de puertas para adentro todos somos muy nuestros.

Se bajó en Mercedarias esquina con Sánchez Carbonell, mas tengo la sensación de que no vive en ninguna de esas dos calles. Cuando se alejaba con paso firme ladeando un poco su cabeza hacia la derecha como si un punto de timidez le impidiera mirar con la altivez que miran las chicas de hoy en día, pude percibir toda la belleza que encierra su figura. Si camináramos juntos yo la sobrepasaría en muy pocos centímetros pero no estaría tan seguro de eso si le diera por usar unos tacones algo más altos de los que habitualmente calza. El camal de sus pantalones azules oscuros era muy amplio y se bamboleaban graciosamente con cada paso, y el pelo, oscuro y largo, le caía en abundantes bucles sobre una camisa de seda blanca. Se colgaba en bandolera un bolso grande y blanco. Tiene porte y estilo cuando camina. Parece una modelo o una artista de cine.

Acaba de cumplir treinta y ocho y es de Toledo. Estudió Filología Hispánica en Madrid y ejerció como profesora auxiliar durante varios años en un instituto de Villarobledo. Todo eso, y algunas cosas más, las supe el día que me quedé en la oficina, intencionadamente tarde, y pude consultar los archivos de Personal. No ha tenido más trabajo que ése y el que ahora tiene en la redacción de la revista en la sección de cultura y ocio, donde Gerardo es el responsable. Yo llevo en deportes toda mi vida y para los pocos años que me quedan ya no cambiaré. Además, el periodismo de cualquier clase dejó de interesarme hace mucho.

Yo sé que Gerardo le ha dicho que vivo sólo y eso tal vez haya despertado en ella el interés que me muestra. Hace varias semanas al pasar ante mi mesa noté que desviaba su mirada hacia el marco donde coloqué hace tiempo la foto de mis dos nietos. Ya la he retirado. No me gustaría que pudiera pensar que soy tan mayor como para tener familia de tercera generación.

 No quisiera confundirme, pero desde que sé que me observa, he notado en ella un mayor esmero en su atuendo y compostura. No sabría decir exactamente en qué consiste, pero tengo la sensación de que se arregla más el cabello, cambia a menudo de vestuario, se perfuma más, ha elevado la altura de sus tacones y ahora se colorea los labios de una forma que antes no lo hacía. Son más rojos, o más brillantes, o más luminosos y  desde luego son más sugerentes y apetitosos cada día. Cuando pienso en la remota posibilidad de besarlos se me nubla el raciocinio.

Es una pena que su sección de cultura y ocio y la mía de deportes no tengan ni un solo punto en común. De lo contrario, ello me daría pie para intercambiar puntos de vista y a su vez, nos permitiría un mayor acercamiento aunque solo fuera en lo profesional. No voy a negar que a veces me he podido sentir un punto inquieto cuando la he oído compartir intereses laborales con el desaliñado de Gerardo. En ocasiones les he oído reír.


El momento clave se produjo ayer. Por una vez en mucho tiempo coincidimos los tres en el ascensor; ella, Gerardo y yo. El trayecto desde el sexto al bajo se me hizo muy corto. Su perfume matizaba la atmósfera un poco rancia de aquel pequeño cubículo. Fue a la altura del tercero cuando dirigiéndose a Gerardo, le dijo: “Señor Ledesma; no es por nada, pero debería esmerarse un poco en su forma de vestir. Aprenda del señor Alcalá que siempre viene impecable” Mientras le decía esto le recolocaba el cuello vuelto de su chaqueta. Luego, cuando salimos, me dijo con un innegable punto de picardía en su mirada: “¿Dónde compra sus corbatas? Aparte de ser elegantísimas tiene usted un gusto exquisito para combinarlas.”

Esta mañana le he dejado a Gerardo una nota sobre su mesa. Se va a quedar de piedra cuando la lea: “La invisibilidad, amigo mío – le he escrito – depende de uno mismo y a ti te queda mucho por aprender. Me temo que serás el eterno invisible. Creo que la historia de una corbata ––añadí–– terminará por transformarse en un nudo indestructible. Y si no; al tiempo.”

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