sábado, 1 de marzo de 2014

Tiempo de Carnaval

Se diría que el Carnaval es consustancial con la existencia del hombre; que su celebración se pierde en la noche de los tiempos y que con sus peculiaridades y matices todos los pueblos de la Tierra lo festejan.



A lo largo de los siglos el Carnaval ha ido perdiendo su significado primario.  En un principio fue un rito funerario en el que los enmascarados invocaban el espíritu de sus muertos para homenajearlos y unirse a ellos al otro lado de esa misteriosa frontera que sólo se franquea una vez. Era también un intento para experimentar la sensación de ligereza y libertad que deben sentir los que ya dejaron este mundo y gozan de un limbo etéreo en el que no existe ni la esclavitud ni sus cadenas.

El Carnaval de nuestros días es distinto. Ya no se invocan los muertos, al menos de forma manifiesta, sino que se exaltan aquellos sentimientos y potencias del alma que no pueden mostrarse durante el resto del año. Para ello se disfrazan; para que desde el anonimato se pueda transgredir impunemente la norma sin temor al castigo. Se trata, en definitiva, de adoptar el hábito de los muertos a los que ya nada se les puede reclamar. Por eso, el que se oculta detrás de un disfraz está persiguiendo, sin que él mismo lo sepa, la libertad que sólo puede disfrutarse cuando la muerte nos libera de nuestras bajezas, de nuestras malas pasiones, de nuestra mezquindad; en definitiva, de la opresión que nos aflige durante ese exiguo instante que separa el nacimiento de la muerte.

Los enmascarados saben que, por unas horas, serán seres del otro mundo a los que nada ni nadie podrá gobernar. Regresan desde sus tinieblas para ocupar pueblos y ciudades donde la norma impuesta los aprisiona en su diario devenir, en su demoledora rutina, en su continua frustración en pos de una imposible libertad, de una inalcanzable felicidad. Durante esos días, los enmascarados serán los muertos vivientes mientras que los vivos se transformarán en los muertos latentes.

No hay límites en el Carnaval. Es el delirio desbordante de los sentidos; la exaltación del sexo y la gula, la máxima expresión de los placeres prohibidos y los apetitos desordenados. Es la razón justificada para desatar el ahogo contenido, la posibilidad de erigirse en el rey de uno mismo, la sensación de saberse inmune ante el peligro, el pretexto incontenible para el exceso, la liberación irracional de los instintos para sentirse, al menos por pocas horas, dueño de su destino.

El Carnaval consigue exhibir, sin pudor, las maldades que quieren seguir ocultas. Es una manifestación de cándida resistencia contra el que nos oprime, contra el que nos aflige, contra el que coarta la libertad durante ese largo período del año en el que las reglas del otro carnaval cotidiano nos vienen inevitablemente impuestas.


Al final de las Carnestolendas, cuando el festín de don Carnal y doña Cuaresma concluye con la imposición sobre las cabezas pecadoras de la ceniza penitencial (memento homo quia pulvis eris et in pulverem reverteris) es otro el terrible y auténtico carnaval que nuevamente se instala en nuestro mundo para someternos a su regla.






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