Nadie debería salir de este mundo, dicen, sin haber tenido
un hijo, plantado un árbol y tener un libro escrito. Yo ya hice estas tres
cosas tan importantes y que son, al mismo tiempo, tan distintas entre sí.
Engendrar un hijo es un maravilloso acto de amor y placer. Plantar
un árbol, media docena o un pinar entero es un proceso ecológico y lúdico que
nos llena de íntima satisfacción. Lo del libro, como ustedes ya saben, es otra
cosa. Pero ¿qué tienen en común
estas tres circunstancias que las hacen tan importantes a los ojos de los demás?
Desde mi punto de vista, ninguna.
Todos, en mayor o medida, somos o hemos sido escritores de
algo; desde los que de vez en cuando escriben una carta a un pariente lejano,
rellenan un pliego de descargo o se ocupan personalmente de redactar su propio
testamento. Luego están los otros, los que pasan la mitad de sus vidas escribiendo
un “quijote” cada quince días, es decir, los “escritores de verdad”.
A mí me ha pasado. No es que mi producción literaria sea
excesiva ni que los géneros que he tocado sean muy diversos, sino que dentro de
mis propias tendencias, pongamos por caso la novela de ficción, las posibles
conexiones entre un texto y su hermano no tienen nada que ver.
Es cierto que aunque a todos los hijos se les quiera por
igual siempre hay uno que suele ser el preferido. Con los libros que he escrito
me ocurre lo mismo. Digo esto porque de mis obras publicadas, aquellas que más
me gustaron son las que tienen una aceptación más endeble. Por contraste, las
que se venden con mayor facilidad son las que a priori yo pensaba que menos éxito tendrían.
Estas vicisitudes podrían llevar a cualquier autor a una reflexión
inmediata: Si como escritor no estoy en completa sintonía con mis lectores ¿debería
cambiar entonces mis inclinaciones hacia un género distinto al que hasta ahora
he trabajado, modificando incluso mi técnica narrativa?
Personalmente, creo que no lo haría jamás. Hacer eso
equivaldría a cometer una intolerable deslealtad con uno mismo y, se diga lo
que se diga y se piense lo que se piense, las “justificadas” traiciones al propio
intelecto se acaban pagando caro.
Yo seguiré como hasta ahora, escribiendo para mí mismo y sin
pensar en el lector y al que no le parezca bien que busque por otro lado.
Es posible que ya no tenga más hijos, no es del todo
improbable que pueda plantar más árboles pero tengo la certeza de que si
continúo escribiendo lo haré como hasta ahora; tan sólo por el placer de volver
a hacerlo para mí mismo. En
exclusiva.