Casi siempre se habla del buen escritor pero pocos aluden al
buen lector sin el cual sería difícil que existiera el narrador de buenas historias.
Es más fácil definir al buen escritor que al buen lector ya
que mientras el primero es aquel que escribe de manera más o menos pulcra
historias que interesan a casi todo el mundo, sean del género que sean, el buen
lector, por el contrario, es un personaje de perfiles imprecisos y, consecuentemente, de complicada catalogación. Yo no me
atrevería a definirlo pero aventurándome en ese proceloso sendero diría que es
ese personaje que con independencia de lo mucho o poco que lea es, no obstante,
el que acompaña al escritor en cada una de las páginas de su libro y participa
con él como si de un coautor se tratara.
El buen lector es aquel que dialoga con el escritor y le ayuda a componer un escenario incompleto, le perfila el carácter algo
indefinido de algún personaje, le propone la solución a algunas situaciones
complicadas y en definitiva, cuando llega al final aconseja al
escritor alternativas a su resolución final.
El buen lector entiende que no es necesario que el autor
abrace de forma obligada los cauces preestablecidos que habitualmente se siguen
en una novela; es decir, eso tan manido de planteamiento, nudo y desenlace. El
buen lector, en su imaginación, tal vez inicie la lectura tratando de averiguar
el desenlace a través de un nudo que él mismo ha configurado para hacer con todo
ese conjunto un planteamiento que redacta al alimón con el mismo autor.
El buen lector es, en definitiva, un buen escritor
imaginario que, sin saberlo, ayuda a través de una misteriosa energía cósmica
al autor para que el texto que escribe tenga resonancias tan amplias que alcancen a muchos
más lectores de los que el propio autor imagina.
El buen lector es como una extraña musa humana y muy real que el
escritor desconoce pero al que necesita por encima de todas las cosas.
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