––Quisiera
que me ayudara en una idea que me obsesiona.
––Usted
dirá.
––Lo
del golpe. Se lo comenté no hace mucho.
––Me
lo esbozó hace unas semanas. Pero fue algo muy inconcreto que apenas recuerdo.
No tenía forma.
––Tiene
mala memoria, doctor Frois. Si mal no recuerdo, fui bastante explícito en mi
planteamiento inicial.
––Inténtelo
de nuevo. La descripción detallada de los escenarios es fundamental para
elaborar un juicio psicoanalítico eficiente.
––No
le hablé de ningún escenario. Le narré los pensamientos obsesivos que desde
hace años dominan mis sueños y últimamente mis estados de frustración y
desánimo. Si no le interesa o usted entiende que no es relevante para nuestro
propósito pasaré a otro tema.
––No,
por favor, hágalo, sobretodo si hoy es el día indicado para que elabore una
coordinada cascada de acontecimientos subconscientes o de pensamientos
obsesivamente dominantes.
––No
estoy seguro que sea hoy el día más adecuado para abordar semejante asunto.
––Bueno...,
eso depende de usted y de su estado de ánimo.
––Usted
vivió el golpe, ¿no?
––¿A
qué golpe se refiere?
––Al
de la asonada militar del ochenta y uno que encabezó el teniente coronel Tejero
entrando en el Parlamento como un elefante en una cacharrería.
––Y
¿qué tiene que ver aquello con lo de ahora?
––Pues
que a mí me obsesiona la idea de dar otro.
––No
sabía que fuese usted militar.
––No,
no lo soy
––¿Entonces?
––No
hace falta ser militar para hacer eso, como tampoco hace falta ser médico para
tratar cualquier enfermedad banal ni se requiere ser abogado para hacer un
enfoque juicioso en una causa justa. Y para ser sincero le diré que para ser
psicoanalista tan sólo hace falta tener un diván como éste, un poco de
paciencia y una marcada tendencia a la introspección y al aburrimiento;
sobretodo al aburrimiento.
––Es
usted muy directo.
––Los
circunloquios no van conmigo.
––Oiga,
pero para dar un golpe se requiere algo más que la voluntad de darlo.
––Según
se mire. Aquellos del 81 tampoco es que lo tuvieran muy bien planeado, pero
como usted y yo sabemos la intentona golpista no fracasó por eso, sino por
otras causas.
––¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles?
––¡Ah! ¿Sí? ¿Cuáles?
––Usted
las conoce tan bien como yo y no es momento ahora para entrar en detalles.
––Sus
planteamientos resultan, a veces, tan incoherentes que tratar de encadenarlos
en una secuencia psicoanalítica razonable saturan de manera desbordante los
principios por los que los nos venimos rigiendo desde los tiempos de nuestro
padre Freud.
––Pero,
coincidirá usted conmigo, que eso pertenece exclusivamente al ámbito de su
estrategia profesional y que a mi tanto me da. Si no desea que le hable de mis
fantasías o si sencillamente hoy no está de humor para aguantar monsergas,
ahora mismo me levanto, me voy y no le pago la consulta.
––Quédese
y no me haga perder los nervios como en otras ocasiones que es mejor no
recordar. Si es su deseo continúe con lo del golpe.
––¿Vivió
usted aquellos momentos con la intensidad que lo hizo todo buen español?
––Yo
nunca he sido un buen español sino un exccelente profesional de lo mío y a eso
me atengo, y por el mismo principio por el que se rigen estos contactos, usted
debería de hacer lo propio.
––Pero
¿estuvo o no estuvo de acuerdo con lo que ocurrió de leones para adentro en
aquel palacio de la Carrera de San Jerónimo?
––Con
todo los respetos, eso es asunto mío.
––Si
no me facilita una ligera pista me impedirá proseguir con las secuencias.
––¿Estuvo
de acuerdo usted?
––¿Yo? ¿Con qué?
––¡Con
el golpe! ¿No estamos hablando del golpe?
––Pues
justamente de eso es de lo que hoy quería hablarle.
––¡Hágalo,
diantres, de una vez! ¡Me está haciendo muy difícil el diálogo! Si persiste en
esa actitud cerarré el pico en lo que queda de sesión y le dejaré navegar en
solitario en el proceloso abismo de sus atrabiliarias imaginaciones.
––Mi
planteamiento es muy simple.
––No
lo creo, nada en usted es simple. Cada día lo encuentro más enrevesado.
––Para
eso le pago.
––Pero
eso sólo le da derecho a tumbarse en ese diván y a soltar cuanto se le ocurra
en la media hora que hemos acordado.
––Dígame,
entonces: ¿se le ha pasado alguna vez por la cabeza dar un golpe de estado aprovechando
un pleno en el Parlamento?
––¡Jamás!
— Lo
suponía, no tiene usted pinta de golpista.
––¡Vaya!
Es usted muy considerado y se lo agradezco por la parte que me toca.
––¿Quiere
que juguemos en lo que nos queda de tiempo a dar un golpe?
––¡Está
usted loco de remate!
––Puede,
pero el juego que le estoy proponiendo, a usted, como psiconalista, le puede
dar mucho juego y perdone el juego de palabras.
––Si
yo soy Tejero y usted Armada ¿qué estrategia inicial se le ocurría plantear
para sacar el mayor éxito del proyecto golpista?
––Pues…entrar
en el Parlamento como aquella gente lo hizo y acometer los detalles con otra
estrategia más contundente y resolutiva. Aquello, con todos los respetos para
los que lucharon por una causa que creyeron justa, fue una chapuza lamentable.
A Dios gracias.
––Estoy
de acuerdo con usted, general Armada, pero…
—Le
prohibo, taxativamente, que me llame general Armada como yo me abstendré de
llamarle a usted coronel Tejero. Un juego no nos puede llevar a extremos tan ridículos.
––Pero,
¿estamos o no estanos cada uno en su rol como al principio habíamos propuesto?
––Creo
que esto está yendo demasiado lejos y es mi obligación hacerle una llamada más
a la moderación que al orden. Limítese a narrar su onírica fantasía y no trate
de involucrarme en ella.
—De
acuerdo. No le llamaré general Armada. ¿Cómo debo proceder entonces?
––Limítese
a la narración procurando que yo quede totalmente al margen.
––¡Imposible!
El juego perdería no sólo su enfoque psicoanalítico sino lo que es peor, su
función pedagógica.
––Si
es por esa causa y tan sólo por esa causa, se lo acepto.
––Gracias.
––No
hay de qué. Prosiga.
––Entonces,
mi general, (observe que he omitido a requerimiento suyo el apellido “Armada”)
si usted pretende dar un exitoso golpe de “E_s_ t_ a_ d_ o”, y note que he
pronunciado lenta y minuciosamente el término “Estado” con toda intención, y usted
como máxima autoridad golpista, a mí, al coronel Tejero, me envía al Parlamento
con un aguerrido grupo de guardias civiles entregados a la causa, ¿qué hace
mientras tanto? ¡¿eh?! ¿En qué emplea ese tiempo tan crucial?
––No
sé…¿Esperaría en mi despacho el resultado de sus actuaciones quedando
permanentemente pendiente de su llamada telefónica? No se me ocurre otra cosa.
––¡Nooooooo! ¿Se da cuenta ahora? Ese fue el gran
error al tiempo que el gran misterio que concurrió de forma sorprendente en
aquellas horas en las que un país a la deriva estaba pendiente de la radio y el
televisor hasta, más o menos, la una de la noche.
––¿Y?
––Me
sorprende que sea usted incapaz de no ver más allá de sus anteojos la auténtica
estrategia de un golpe de Estado en toda regla. Le vuelvo a repetir: ¡g_o_l_p_e
d_e E_s_t_a_d_o!
— Sí,
golpe de estado, pero no porque lo diga usted con entonación para tontos, sus
palabras van a tener más trascendencia que las que se dicen en un tono
coloquial.
––Seré
más explícito: ¿Quién manda en el Estado?
––¿Antes
o después de Franco?
––¡Joder!
Estamos en mil novecientos ochenta y uno. Franco ya había cumplido su sexto
aniversario como difunto.
––Ya.
Ahora caigo, usted se refiere al rey.
––¡Pues
claro! ¿Y qué hacía el rey mientras tanto?
––Oir
la radio, supongo.
––Oír
la radio…oír la radio. ¿Le molestó alguién? ¿Hubo tanques a la puerta de su
casa o soldados con subfusiles amenazantes? ¿Lo llevaron preso a algún sitio
para tenerlo controlado como J-e-f-e d-e-l E-s-t-a-d-o?
––Ahora
que lo dice…no lo recuerdo
––Extraño
¿no?
––Si
usted lo dice…
––No
lo digo yo, lo dicen los que sabiéndolo callan.
––Bueno,
bueno, déjese de suposiciones que ahora ya no valen para nada. Además se le
acabó el tiempo. Seguiremos otro día con el tema.
––No
habrá tema ni día. No me interesa seguir con un psicoanalista que no sabe
enfocar un planteamiento mínimamente razonable de lo que es un golpe de Estado.
––Pero
¿está usted en ello?
––¿En
qué?
––En
lo del golpe.
––Eso no lo sabrá jamás.