- ––Estuve
en su conferencia del pasado jueves. Por eso vengo. Dijo cosas muy interesantes
que, por obvias, yo ya sabía pero me quedaron algunas dudas que quisiera
aclarar. ¿Puedo?
-
––Claro
que sí, cuando quiera.
-
––Me
gustaría empezar por una cuestión aparentemente simple en su planteamiento pero
compleja en su interpretación: Dígame: ¿Tiene el amor un precio?
-
––Evidentemente;
sí. En ocasiones lo que hay que pagar es mucho y no solamente amor. Siempre hay
que hacer entrega de uno mismo, sacrificios costosos, dedicación, renuncias,
desvelos, miedos...y todo a cambio de momentos que, en muchas ocasiones, son
excesivamente efímeros y diría que hasta evanescentes, porque el amor
auténtico, ese que llaman “eterno” en realidad no existe o es muy difícil de
alcanzar, salvo que hablemos del amor místico; del teresiano, por ejemplo.
-
––No
me refería, exactamente a eso. Desearía que usted me indicara si hay que pagar
un precio real, es decir; si se puede exigir en el amor una transacción no de tipo
sentimental, a la que usted hace referencia, sino real, bursátil, para que me
entienda mejor.
-
––Bueno...No
suele ser lo normal, pero se dan casos y se seguirán dando. Este tipo de
situaciones no están basadas en un amor real sino más bien en acuerdos para una
convivencia pactada de modo que en caso de ruptura ninguno de los dos pueda
salir perjudicado.
-
––Entiendo.
-
––Celebro
que me entienda. Quizá yo tenga alguna dificultad en comprenderlo a usted a
pesar de mi posición de psicoanalista. ¿No será usted Michel Douglas y ella
Catherine Zeta-Jones?
-
––No.
Yo soy Juan Sinfortuna y ella es Maruja Delirios. Dos personas visiblemente
normales, comunes, intrascendentes y muy del día a día.
-
––Lo
intuía.
-
––Salta
a la vista. Con Michel Douglas sólo tengo en común la edad. Ambos somos igual
de viejos. Entre Maruja y Catherine también existe una diferencia etaria pero les
une la belleza, aunque también en ese detalle existen algunas divergencias que
yo considero de tipo menor.
-
––Maruja
y usted son pareja, deduzco.
-
––Éramos.
-
––¿Ya
no lo son?
-
––Bueno,
lo seguimos siendo sobre el papel. Estamos extrañamente unidos por un documento
marital que no dice otra cosa que eso, pero que para nada habla de amor ni de
otras operaciones transaccionales salvo las que marca, obligadamente, la ley.
-
––O
sea, que están separados.
-
––Más
bien, vivimos separados. Yo en el norte, y ella en el sur, en el litoral
luminoso donde siempre brilla el sol. Le gusta aquello; es muy mediterránea.
Ella tiene su casa y yo la mía. Nos mezclamos poco.
-
––Y
nunca vivieron juntos, entiendo.
-
––Sí.
Lo hicimos, pero hace años. Ella se sintió agobiada y al cabo de cuatro o cinco
meses (perdone mi falta de rigor), argumentando motivos poco explicables, diría
que estrafalarios y poco creíbles, volvió al lugar de donde había venido. Decía
que me amaba inmensamente pero que no resistía mi cercanía. Algo raro de
comprender.
-
––Y
se marchó.
-
Sí,
por donde había venido, llevándose con ella sus enseres y su perro, un chucho abominable que me meaba el bajo del pantalón tan sólo para humillarme.
-
––¿Qué
ocurrió luego?
-
––Yo
la seguía amando y aunque la sabía irremisiblemente perdida no quise perderla
del todo. Acepté, a propuesta suya, un juego equivocado y tedioso tendente al
desamor y a la desesperanza. Y no me equivoqué.
-
––Siguió
con ella, entonces, pero con otro estilo.
-
––Exacto.
Nos veíamos de vez en cuando, pasábamos juntos algunos fines de semana, parte
de las vacaciones de verano y solíamos organizar viajes por Pascua Florida a
lugares exóticos que ninguno de los dos habíamos visitado antes. No había para
más. Ya se sabe; la distancia…los viajes…el cansancio…
-
––¿Eran
felices?
-
––Si
y no. Quiero decir que aquella situación a mi me agradaba en tanto y en cuanto
la sentía cerca. La amaba. La necesitaba. Me gustaba estar a su lado,
disfrutaba mirándola,
acariciándola, hablando con ella. Creo que sentía por ella un amor enzimático
de modo que mis endorfinas se exaltaban ante los estímulos de sus feromonas y
en esa reacción antígeno/anticuerpo yo sentía una infinta complacencia.
Paseábamos juntos con las manos enlazadas y a veces nos bañábamos desnudos en
el mar. Un dos de noviembre hicimos el amor al vaivén de las olas. Fue una
experiencia inolvidable. Me emocionó que aquel acto tan lúdico y marinero
coincidiera con el del Dia de los Difuntos. Luego nos tumbamos en la arena
muertos de risa. Teníamos fluidez, chispa y hasta conspirábamos contra las
trampas del infortunio poniéndole nosotros nuestras propias zancadillas.
Hacíamos el amor con pasión y entrega y en esos momentos ambos nos engañábamos
creyendo que nos poseíamos mutuamente.
-
––Según
me cuenta, la situación no era tan mala como aparentemente usted trata de
describirla.
-
––Sí,
probablemente no lo era, pero créame que no exagero. Ella argumentaba para dar
fuerza a su posición, que nuestra relación, al estar libre de
convencionalismos, se fortalecía haciéndola con ello más sólida y duradera, y
quizá no le faltara su parte de razón. Yo, por el contrario, deseaba una relación
más tradicional, en el fondo de mi corazón ansiaba una unión al estilo de la
que había vivido en casa de mis padres y en mis anteriores matrimonios, que
como sabe fueron solamente tres. Ahí estuvo, seguramente, mi error. Forcé la
situación tratando de traspasar un umbral no permitido. Se me ocurrió mirar
detrás del muro y husmear bajo las alfombras. Entonces vi cosas que por un lado
me sorprendieron y por otro no me gustaron.
-
––Sí,
seguramente fue su error. No se puede tensionar con una carga excesiva una
frágil liana ni mirar bajo las alfombras que ocultan las inevitables miserias
de un palacio falsamente encantado.
-
––Tenía
mi parte de razón. Llevaba dos años viviendo solo, lo que para mi modo de ser
es muchísimo, y en esa soledad había momentos que yo consideraba como de
extraordinario infortunio.
- —Deme más detalles.
- —Venía ocasionalmente a mi casa pero lo hacía como si fuese una invitada circunstancial. Le disgustaba la lluvia y el frío del norte. Tan breves eran sus visitas que ni siquiera le daba tiempo a deshacer su exiguo equipaje. Yo tomé su ejemplo y cuando iba a su casa mi comportamiento era similar al suyo. Hace poco sufrí una enfermedad, no grave ni larga pero sí molesta. Me tuve que operar de hemorroides. Lo sé; no es un asunto agradable y menos para ser compartido con la persona en la que trasunta el amor, pero eso no quita que uno busque el apoyo, la compañía, el consuelo. Ella lo supo y no acudió en mi ayuda. En mis delirios post-anestésicos llegué a llamarla a gritos, me dijeron. Esto me produjo una indescriptible frustración y enfrió mis sentimientos. Para ese momento las cosas se habían enturbiado de un modo notable y las líneas del horizonte para un futuro en común se habían desdibujado hasta casi desaparecer.
- —Venía ocasionalmente a mi casa pero lo hacía como si fuese una invitada circunstancial. Le disgustaba la lluvia y el frío del norte. Tan breves eran sus visitas que ni siquiera le daba tiempo a deshacer su exiguo equipaje. Yo tomé su ejemplo y cuando iba a su casa mi comportamiento era similar al suyo. Hace poco sufrí una enfermedad, no grave ni larga pero sí molesta. Me tuve que operar de hemorroides. Lo sé; no es un asunto agradable y menos para ser compartido con la persona en la que trasunta el amor, pero eso no quita que uno busque el apoyo, la compañía, el consuelo. Ella lo supo y no acudió en mi ayuda. En mis delirios post-anestésicos llegué a llamarla a gritos, me dijeron. Esto me produjo una indescriptible frustración y enfrió mis sentimientos. Para ese momento las cosas se habían enturbiado de un modo notable y las líneas del horizonte para un futuro en común se habían desdibujado hasta casi desaparecer.
-
––Pero
si ella seguía recibiéndole y dedicándole su tiempo sería por amor, supongo.
-
––No
lo creo. Entre nosotros se había establecido, creo que desde el principio, un
flujo de afectos de intensidad desigual. Quiero decir que mientras en ella
existía una innegable corriente de simpatía hacía mí, en mí mismo, por el
contrario, predominaba un sentimiento de puro amor que desequilibraba las
fuerzas afectivas.
-
––No
creo que esté siendo del todo objetivo. Me gustaría saber si entre ustedes se
habían establecido pactos previos que a usted le obligaran tanto como a ella la
sostenían en sus propuestas argumentales.
-
––Evidentemente
sí, pero usted estará de acuerdo conmigo en que nada es inmutable, que lo que
hoy parece un dogma, mañana cobra un matiz distinto y pasado mañana obliga a un
cambio si no radical, si al menos modificador de algunos aspectos básicos.
- ––¿Y lo conseguía?
- ––¿Y lo conseguía?
-
––No.
Yo sufría enormemente con estas
disputas. Ella, aparentemente, las sobrellevaba mejor. Al final, optábamos por
resolverlas, siempre y cuando yo aceptara ante ella mi culpabilidad unilateral
y mi sometimiento incondicional. Yo era consciente de esta injusticia pero
prefería, si usted me lo permite, ese punto de deshonor y de deslealtad hacia
mí mismo, antes que persistir en una absurda barricada de incomunicación y
desamor.
-
––¿Y
obtenía resultados?
-
––Esta
claudicación simbolizaba para ella el triunfo de su obstinación frente a mis
argumentos. Yo lo sabía y no trataba de rebatirla. Mi objetivo era ella, no el
triunfo de la razón.
-
––¿Tiene
el convencimiento de que no existían infidelidades?
-
––Por
mi parte puedo asegurarle que no. Por lo que respecta a ella, diría que
tampoco, aunque de esto jamás se puede estar seguro. Hay que acatarlo y
confiarse a la voluntad de Dios. Maruja es una mujer muy atractiva de la que cabe
esperar un acoso por parte de los hombres de su entorno. Yo me sentía confiado.
Nunca fue ese ni mi problema ni el suyo.
-
––Volvamos
a los pactos previos. ¿Hubo también acuerdos de otro tipo? Hábleme de sus
economías. ¿Eran o no eran compartidas?¿En qué régimen económico se
desenvolvían?
-
––Nos
casamos bajo capitulaciones patrimoniales previas pero acto seguido modifiqué mi testamento haciéndola beneficiaria de
casi todo el patrimonio que pudiera quedar en el momento de mi muerte,
incluidas propiedades, rentas, automóviles, seguros, pensiones, saldos en
cuentas bancarias, acciones, etc.etc.. Quise hacer esto por propia voluntad y
así lo hice y también por amor, como es lógico. Otro tipo de condicionantes
sería para mi tan inadmisible como vejatorio. Creo que usted me entiende. Por
eso le preguntaba al inicio de esta consulta si el amor tiene un precio y por
eso usted, sarcásticamente, me preguntó si éramos esa famosa pareja de actores
que no somos.
-
––En
eso tengo que darle la razón. El amor es un sentimiento intangible libre de
todo yugo material. Se ama porque se ama, sin que nada, salvo lo estrictamente
derivado de la lealtad y los afectos, pueda condicionarlo. Eso a lo que usted
hace referencia es otro tipo de transacción. Tiene otro nombre, pero no es,
desde luego, amor auténtico. Invítela a que lea “Sinué El Egipcio” de Mika
Waltari, tal vez se vea reflejada en sus páginas y cobre consciencia de su
tremendo error. Mi impresión,
después de oír su exposición, es que las diferencias entre ustedes son muy
evidentes, casi insalvables, y dadas las circunstancias que les separan, es
difícil que puedan llegar a un punto de reconciliación y entendimiento. Ustedes
dos deberían ser conscientes de que todo acto tiene su consecuencia y que nada
de lo que se diga o se haga cae definitivamente ni en el olvido ni en el vacío,
por más que haya sido hecho o dicho en circunstancias excepcionales. Del mismo
modo que los amantes, en sus etapas iniciales, se entregan mutuamente uno en
brazos de otro y viceversa sin cuestionarse otros problemas que vayan más allá
del amor puro, pasado el tiempo, cuando el encantamiento declina y los
intereses individuales que estaban aletargados resurgen, el amor incondicional
tiene que ir dando paso al entendimiento racional, cuya base
tiene que estar anclada en la solidez de los afectos más que en las vehemencias
del amor mismo. Tratar de establecer desviaciones contrarias a estos
planteamientos lleva, indudablemente, a la catástrofe y a la ruptura de los
encantos primeros.
- —¡Qué bien habla usted! En la próxima vida me haré psicoanalista para estar a su altura.
- ––No diga bobadas ni haga futurología cósmica y respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿Se habían planteado el divorcio?
- —¡Qué bien habla usted! En la próxima vida me haré psicoanalista para estar a su altura.
- ––No diga bobadas ni haga futurología cósmica y respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿Se habían planteado el divorcio?
-
––Sí, pero reconsideré mi propuesta y di órdenes a mi abogado para que
solicitase el definitivo archivo del procedimiento iniciado, y así se hizo.
-
––Es
indudable que en sus palabras y en sus expresiones se advierte todavía, y a
partes casi iguales, una innegable voluntad de reencuentro por un lado y un
deseo evidente de acabar una historia que en estos momentos le provoca un gran
desasosiego.
-
––Puede
que sea así. Yo sé que la sigo amando en la misma manera que ella ya no lo
hace. Soy consciente, como también lo es ella, de lo que he perdido en esta
historia de amor. Sé que antes la tenía sin tenerla y sé que ahora no la tendré
nunca más.
-
––Lo
siento, de veras. Pero, consuélese; hay tantos casos parecidos al suyo…Piense
en positivo y convénzase de que la única persona que se quedará a vivir siempre
con usted será usted mismo. Los demás le acompañarán tan solo durante un tiempo
y muchos de ellos pronto olvidarán hasta su propio nombre.
-
––Lo
sé, aunque eso no me sirva de consuelo. Tendré que habituarme a ello antes de
que mi cerebro se convierta inexorablemente en “la oficina del alemán”, ya
sabe; de ese alemán al que todos llaman Alzheimer. Gracias, de todos modos, por
dedicarme su tiempo aunque a fuer de sincero tendré que decirle que no me ha
servido de nada. Su profesión es bastante inútil. Cambiéla. También usted está
todavía a tiempo.
-
––Lo
pensaré. Pacientes tan desquiciados como usted constituyen la razón de mi
entrega vocacional.