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GEMINIS
Desierto
de Palmira (Siria). Abril.
La magia de los desiertos no está en sus
noches estrelladas y negras sino en la energía que desprenden sus arenas
calientes.
Es
noche cerrada cuando, al fin, después de un viaje interminable el autobús apaga
su rugiente motor ante un magnífico hotel que imaginas como un auténtico
espejismo. Al intenso calor del día se le ha encarado una noche austera y fría.
La primera impresión es agradablemente llamativa. El
vestíbulo principal está recubierto de magníficos mármoles multicolores,
columnas salomónicas rematadas por aparatosos capiteles corintios y ornamentado
con estatuas de imitación faraónica que ponen el contrapunto hortera a tanto
esplendor desmesurado. En los tresillos, de dimensiones gigantescas, se
acomodan gentes de todas las lenguas. Hablan en alto y ríen. Todos parecen ser
felices, como también lo eres tú.
Irene, sirviéndose de su inglés turístico y elemental, te ayuda a
entenderte con la amable recepcionista de profundos y expresivos ojos azabache.
Le pides una habitación con cama grande. No entiende. Pensaba daros dos camas twin de grandes proporciones, es, según
ella, lo que prefieren la mayoría de las parejas para alcanzar un buen
descanso. No es un buen descanso lo que buscamos, dice Irene en español
mientras te mira con picardía, sino un buen orgasmo, concluye mientras te da un
golpe cómplice con su rodilla. Los dos reís ante la indiferencia de la recepcionista.
Al final accede a lo que le pides. Shukram,
le dices cuando te entrega la llave haciendo gala de la única palabra que has
aprendido del árabe. “Eres un experto en el manejo de las lenguas, un auténtico
políglota y si no que me lo pregunten a mí”, te dice Irene bromeando y cargando
toda su frase de una manifiesta doble intención.
La
habitación es espléndida, la cama de reglamento, y el agua, caliente y
abundante, os parece algo completamente irreal tras varios días de vagabundeo
por los desiertos sedientos. No hay mucho tiempo para darse un baño relajante
pero sí el suficiente para robarle al ensueño unos minutos apresurados de un
amor urgente y alocado. La abrazas y os dejáis caer sobre la cama, riendo. La
tocas por todos los rincones de su cuerpo y le arrancas la ropa a tirones. Así
empieza el juego que siempre os lleva al éxtasis mutuo.
“Déjame
ahora, hombre”, dice ella en un
tono que refleja más consentimiento que rechazo. “Estoy sudada y hasta debo
oler mal. Déjalo para luego, será mejor”, añade. Pero no lo haces, porque sabes
que uno de sus deleites secretos es el placer que, como toda mujer, siente
frente al acoso implacable. Y sigues con el juego en el que ella asume el papel
de acosada y tú el de acosador agresivo, perpetuando de esta forma la sinfonía
amorosa que todos los animales vienen interpretando desde los tiempos en los
que la luz invadió el mundo. Mientras lames las flexuras de sus codos y
mordisqueas su cuello y sus labios, notas que su cuerpo, poco a poco, va
abriéndose para ti como una rosa fresca que acabara de estrenarse en la abrupta
primavera damascena. Y seguís el juego; porque tanto ella como tú sabéis que
nada ni nadie os va a detener ante esa urgencia imparable.
A
través del inmenso ventanal se cuela el firmamento cuajado de estrellas
titilantes que hacen más inmensa la bóveda del universo y bajo la que os sentís
dos seres tan mínimos como próximos. Las noches en los desiertos, piensas
mientras la vas desnudando, son más bellas y profundas que en cualquier otro
lugar del mundo, son además mucho más noches y hay que hacer de ellas un edén
irreal para el goce pleno de los sentidos.
—¡Para!, —te dice sin
convencimiento alguno—. ¡Las bragas no, por favor! Déjalo para luego —insiste
en un tono de falsa súplica mientras una sonrisa pícara delata su irrefrenable
deseo—. No me provoques. Para y no sigas— repite con calculada vehemencia—. No
hay tiempo, mi amor, no hay tiempo —te susurra al oído.
Pero tú sabes que sí lo hay, siempre hay tiempo para el amor, como
también sabes que ella jamás te perdonaría si ahora detuvieses tu impulso.
—Hay que darse prisa —dice cuando habéis terminado—, si nos retrasamos
perderemos el autobús que nos llevará a la jaima y los 30 dólares por cabeza que hemos pagado por la cena con
espectáculo.
No os importa hacer el turista y someteros a su yugo. Os sentís por
encima de vosotros mismos.
—Me has dejado a medias, —te grita desde la ducha—, me resarciré a la
noche —concluye entre risas.
La temperatura sigue cayendo despiadadamente. Hace el frío suficiente para que ella te pida
que la rodees con tu brazo y la acurruques contra tu costado. La pequeña diferencia
de estatura te permite encajarla en tu cuerpo como la llave en la cerradura.
Hasta en eso la encuentras perfecta, como hecha para ti en un diseño exclusivo.
Irene se siente a gusto y tú lo sientes y te gusta. Intermitentemente, la estrechas contra ti al tiempo que
besas su frente y sus mejillas que ahora empiezan a colorearse por el efecto
compensador de las candelas sobre su rostro frío. Luego vienen las pequeñas
colas ante los puestos de comida para coger aquí el cuscús, allí la ensalada y
el pan pita y más allá el cordero asado aromatizado con especias sugerentes que
te recuerdan los olores que has percibido leyendo los cuentos de Las Mil
y Una Noches.
Dentro
de la jaima, hecha con pieles de oveja y alfombrada con tapetes de mil colores,
te acomodas entre mullidos cojines y pequeños escabeles procurando que su
cuerpo quede muy pegado al tuyo. Os reís como niños con todo lo que estáis
viendo y oyendo y os dais a comer a la boca, uno a otro, las viandas que habéis
acarreado. Ella te cuida con esmero y tú te dejas llevar, encantado. Crees que
la jaima sólo ha sido hecha para vosotros dos. Todo lo demás no cuenta.
Intermitentemente, os unís al coro de palmas para acompañar las estridentes
chirimías de los músicos árabes. Coméis y bebéis mezclándolo todo a un tiempo y
regándolo con la única bebida posible: una pálida cerveza local, sin apenas
cuerpo ni fuerza. Miras a Irene y la ves como siempre, serena y bella como
ninguna otra mujer en la tierra. Su presencia te da fuerza, su contacto te
proporciona la seguridad que tal vez nunca has tenido y el futuro, hoy más que
nunca, te acompleja y te atenaza porque tus entrañas se estremecen por el miedo
a perderla.
La música es alegre dentro de su tradicional monotonía. Y de repente,
sin que apenas te des cuenta, ella
ha sido tomada por uno de los danzarines sirios incorporándola al ritual de un
baile ancestral y sincopado marcado por el compás de los panderos y los golpes
secos del tambor. Destaca sobre todos y a ti se te antoja, de súbito, que
Sheherezade reencarnada ha vuelto a tu mundo de ensueños boreales. Sus bucles
del color de la canela, sus ojos de mar de agosto, su talle juncal y sus
caderas de caja de laúd hacen de ella la más bella danzarina que nunca vieron
los desiertos del Cham. Te emociona
mirarla y te sientes feliz como nunca sabiéndola tuya, pero ¿lo es?. Te vuelve
a sacudir el dolor de la duda.
En la segunda vuelta ella te reclama y te unes a la danza enlazándola
por el talle y notando que tu corazón, que se sentía abandonado, ha sido capaz, al fin, de acompasarse con el ritmo que va
marcando el suyo. Te sientes vivo viéndola a ella viva y feliz y deseas que la
noche de los desiertos no acabe nunca para vivirla eternamente junto a ella,
para morir si fuese preciso entre sus brazos, amándola como lo estás haciendo
ahora, como jamás lo hiciste antes, como estás seguro de que lo harás durante
el resto de tu vida.
—Salgamos y bailemos alrededor de las candelas —te dice riendo y
bailando, mientras te toma de la mano y tú la sigues sin oponer resistencia.
Y vuelves a contemplar extasiado su silueta espléndida recortada por la
sombra que le dan las llamas mientras te dejas llevar por el ritmo lánguido que
marcan los montes de sus caderas y el movimiento flameante de sus brazos, mientras
va marcando, voluptuosamente, todos y cada uno de los tiempos de una evocadora
danza bajo un mágico cielo
decorado por un tímida luna menguante. No sabes si estás ante un espejismo de
los desiertos o por el contrario se trata del milagro de ese amor que tanto
tiempo anduviste buscando y que ahora ha venido a rescatarte.
Cuando
cesa la música y ella detiene su danza viene hacía ti y te abraza y te besa con
emoción y tú vuelves a estrecharla
contra ti con la misma fuerza con la que un náufrago se aferra a su tabla de
salvación y con la misma ternura con que se sostiene entre las manos a un
pájaro que ha caído del nido.
Un joven danzarín de ojos noche os observa y ríe complacido. Para ti es
la prueba definitiva de que el amor sigue vivo.
La noche preludia embrujo y pasión y no te estás equivocando. Bajo el
cielo del desierto se consuma el amor una vez más. Luego, la pasión va dando al
paso al sosiego y el sosiego al sueño y el sueño al ensueño. La noche del
desierto ha cumplido una vez más su sagrado ritual y tú se lo agradeces.
Continuará...
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