Cuentan de una señora que al regresar de la compra apareció
en su casa con una máquina de cortar césped. El marido, sorprendido y alarmado, le preguntó por la razón de aquella compra. “¡Es que estaba de oferta, Manolo!” le dijo la esposa.
“¿De oferta, Maruja? ¡Pero si
vivimos en un octavo de sesenta metros cuadrados y no tenemos ni terraza!”
Con seguridad la anécdota es falsa pero la he traído a
colación con el propósito de
convencer al lector de que casi todo lo que compramos, entre otras cosas el
libro electrónico, lo hacemos para sacarle un rendimiento.
Digo esto, porque los agoreros no se cortan un pelo a la
hora de pontificar sobre los libros electrónicos asegurando que las ventas
digitales se están quedando en nada y que el papel, como dijo Umberto Eco no
desaparecerá jamás. ¡Pues claro que no! Yo estoy en total sintonía con
lo segundo pero discrepo de lo primero.
Datos de la agencia española del ISBN (tal vez sustentados
en ciertos sesgos interesados) indican que por cada doscientos libros en papel
se hacen tres descargas digitales on line
desde las plataformas editoriales. Para reforzar sus argumentos señalan que en
2013 se otorgaron 72.494 ISBNs a obras en papel frente a 20.402 registros digitales indicando
que, en relación al año precedente, el incremento fue tan sólo de 323 registros. Estos
datos, ciertamente malintencionados, los llevan a concluir que en la actualidad
las ventas on line representan algo
menos del 5% de todo el mercado de libros con una tendencia a la estabilidad o
al decremento.
Otros informes indican, por el contrario, que mientras en
2013 la venta de dispositivos electrónicos
de lectura superó las treinta mil unidades, las descargas, como dice la agencia
del ISBN, fueron muchísimo menores. Las razones de estas significativas
diferencias hay que buscarlas, antes que en ningún otro lado, en la piratería
descarada (dejémonos de eufemismos y llamémosle por su nombre, es
decir, robo consentido) y a la ausencia de una legislación moderna y
actualizada que persiga y sancione, con rigor y ejemplaridad, este tipo de
delitos. España, para nuestro sonrojo, es el país donde con mayor abundancia y
desvergüenza se practica este impune latrocinio cultural.
Convendría recordar a los señores de la agencia del ISBN que
en plataformas tan universales y activas como Amazon, Kobo, Smashwords o
similares, la compra del ISBN no es requisito obligado, muy al contrario de lo
que ocurre en algunas españolas como, por ejemplo, Tagus. Amazon asigna automáticamente su ISBN (al que llama código ASIN) sin coste alguno para el autor. Visto lo cual, podría
concluirse que, en su informe, la agencia del ISBN está
comparando peras con manzanas, es decir, está sesgando interesadamente los
datos. Hay además que resaltar que no son sólo los e-readers, tablets, kindles, etc., los únicos dispositivos capaces de leer
textos digitales sino que en la mayoría de los smartphones de última generación se pueden habilitar aplicaciones
que permiten la cómoda lectura de cualquier texto digitalizado con la posibilidad
añadida de ser descaradamente pirateado (robado).
Las editoriales en papel también se empiezan a pronunciar
con juicios, a veces contradictorios, y por lo general en un evidente estado de
preocupación sobre el futuro de sus negocios. Y tan preocupante deben de ver el
panorama que algunas ya han habilitado sus propias plataformas digitales
o están subiendo, a las ya existentes, obras de sus autores predilectos a precios netamente
inferiores a los que se suelen marcar en las librerías convencionales. Por algo será.
El problema no es tanto si son galgos o podencos o si es
papel o e-reader. Lo importante es
que el libro electrónico, como tantas otras cosas derivadas del avance
tecnológico, ha venido para quedarse por más que algunos se empeñen en
plantearle una ridícula e ineficaz guerra de cifras interesadas y estadísticas
manipuladas, abocadas al fracaso. En el futuro inmediato asistiremos al crecimiento imparable de esta tecnología que hace más cómoda y confortable la lectura y sobre todo el transporte de los centenares de libros que pueden llegar a contener los dispositivos electrónicos.
Otra cosa es que las editoriales convencionales no vean, por
ahora, en la descarga digital un negocio rentable a corto o medio plazo. Ya
sabemos que los precios de descarga son bajos y, por tanto, el reparto de
porcentajes no les produciría unas expectativas de negocio satisfactorias.
También son conscientes de que gracias a las nuevas plataformas digitales ha
surgido un ente nuevo llamado autor/editor,
una especie de Juan Palomo, yo me lo
guiso yo me lo como, que ya no necesita de ninguna editorial para ver
publicada su obra sin tener que pagar por ello unos peajes abusivos.