sábado, 25 de enero de 2014

Las edades del escritor

Aprendí cosas curiosas y otras no tanto cuando hice la mili. Aun estaban vigentes algunas viejas reglas de las Ordenanzas Militares de los tiempos de Carlos III en las que se recogían apuntes tan estrafalarios como: “el soldado por el mero hecho de serlo deberá ser severamente castigado” o “el valor se le supone” o  “la veteranía es un grado”.

Cuando se es joven estas cosas se entienden mal y se asimilan peor, sobre todo lo de la “veteranía”. A la edad de veinte años los jóvenes se consideran con la suficiente madurez como para que ningún anciano tenga que venir a enseñarles nada. Sin embargo, yo creo que en todas las manifestaciones de la vida, y en especial en las diversas actividades profesionales, la veteranía, si no es un grado, sí otorga, al menos, una visión más panorámica de la vida que nos permite movernos con mayor cautela en la mayoría de los charcos que pisamos.

Digo esto, porque en la manera de escribir de cada autor esa amplia visión del mundo que confiere el paso de los años (la veteranía) no sólo modifica el estilo sino sobre todo el contenido argumental y la forma de contarlo.

El joven escritor, ese que piensa que su primera novela le concederá, de golpe, la gracia y el reconocimiento universal, no escribe desde sus vivencias (porque apenas las tiene) sino que lo hace desde su emoción arrebatada fruto de su ímpetu juvenil.  Es la edad de oro del poeta. Está bien este modo de afrontar el oficio pero, en el transcurso del tiempo se dará cuenta de que aquella actitud un poco impulsiva, casi irreflexiva, podría llevarle por caminos a veces contradictorios y en ocasiones decepcionantes. Es comprensible que lo que el escritor joven pretende es darse a conocer y que los lectores le reconozcan sus maravillosos escritos, con entusiasmo y sin críticas acerbas.

El escritor maduro lo hace, por supuesto, desde las emociones acumuladas en su etapa juvenil pero lo hará desde la reflexión, desde la templanza y recreando en sus palabras las vivencias que a lo largo de sus años fueron jalonando las etapas más interesantes y fecundas de su vida.

El escritor mayor, el viejo, redactará sus escritos con menos emoción que cuando era joven; lo hará con mayor cautela, poniendo el acento en los hechos pasados y tratando de amortiguar sus nostalgias con el bálsamo de sus textos pero, sobre todo, el viejo escritor se apoyará en su memoria para que, acogiéndose al agridulce abrigo de los recuerdos, vierta sobre el papel, dulcificándolas, las frustraciones que traicionaron una existencia en la que, angustiosamente, presiente próximo su fin.

Son formas de escribir que vienen inexorablemente marcadas por los tiempos de la vida a los que, por mucho que nos resistamos, no podremos combatir. Por eso, antes de iniciar la lectura de cualquier novela siempre me intereso por la edad en la que el autor la escribió. Ello me condiciona y me prepara para comprender mejor lo que quiso expresar en ella.

Hace años, en el teatro Olympia de París, escuchando extasiado a unos de los mejores chansonniers de todos los tiempos: Charles Aznavour, le oí decir entre una canción y otra: “Entre los veinte y los treinta años cuando un cantante habla en escena lo hace, únicamente, para poder expresar lo que no pudo transmitir con su música. Entre los treinta y los cincuenta años, cuando un cantante habla entre canción y canción lo hace para comunicar las derivas que lo condujeron a componer sus temas y cuánto de sus vivencias personales se acumulan en sus composiciones”. Y finalmente, añadió, después de una expectante pausa: “Después de los cincuenta, (Aznavour tendría entonces unos sesenta años) cuando  un cantante habla sobre el escenario lo hace, únicamente, para tomar un poco de aire.


Pues eso, cada edad tiene su tiempo y cada tiempo su afán, tanto si se canta como si se escribe.