EL PACIENTE DE EL PARDO
Fragmento en el que se narra el momento del fallecimiento del General Francisco Franco.
...Sobre las dos y media de la noche
la tensión arterial era imperceptible a pesar de las altas concentraciones de
agentes cardioestimulantes que se le estaban administrando en los últimos días.
Mari Paz, con escaso convencimiento, ajustaba los parámetros del respirador
tratando de llevar a sus pulmones una mayor cantidad de aire altamente
enriquecido en oxígeno. Vital y Cristóbal hablaban en voz baja en un extremo de
la habitación. Las dos enfermeras preparaban a esas horas nuevos sueros
añadiendo las drogas estimulantes que ya no le servirían. El monitor de
cabecera mostraba un ritmo cardíaco lento y aberrado, circulatoriamente
ineficaz . A los pies de la cama alguien, quizá Cristóbal, había vuelto a
desplegar el manto de la Virgen del Pilar cuajado de la mejor pedrería y
salpicado, involuntariamente, con alguna gota de sangre del paciente.
En un momento dado, Concha creyó
que uno de los electrodos del pecho se habría desprendido ya que la señal
electrocardiográfica se había desvanecido. En el monitor de cabecera sólo
aparecía una línea plana continua. Fueron unos segundos de confusión. La
enfermera repasó los cables y su conexión al monitor. Todo funcionaba
correctamente. Miró al paciente, volvió a repasar los cables y nuevamente fijó
su mirada en el enfermo. Entonces percibió en su rostro la mueca de los
moribundos cuando el vaho de la vida se les escapa a golpes secos por la boca. Alarmada, verificó otra vez los cables
y una vez más miró al paciente. Ahora fue consciente de lo que acababa de
pasar. Si no había señal electrocardiográfica en el monitor era porque,
sencillamente, el corazón del general se había detenido para siempre.
Alguien hizo un movimiento
automático para iniciar las maniobras habituales de resucitación pero otra
persona le detuvo a tiempo.
––No, más no ––le dijo. Ya hay
que parar. Todo esto ha sido demasiado largo, demasiado dramático, demasiado
inútil. Aquí acabó todo.
Unos y otros se miraron sin decir
nada. Los tres médicos y las dos enfermeras rodearon como estatuas de piedra la
cama del difunto para observar el triunfo de la muerte recién llegada sobre la
vida vieja del general. Luego,
Vital le deslizó los párpados para comprobar que las pupilas habían entrado en
un estado de midriasis irreversible y aplicó el fonendoscopio al pecho.
––Sí, ahora sí está muerto
––musitó para sí mismo.
Mari Paz miró a Cristóbal.
––¿Paro el respirador? ––le
preguntó.
––Haga lo que le indique Vital
––respondió. Todo está concluido.
––¿Das tú la noticia o la doy yo?
––dijo el cardiólogo dirigiéndose a Cristóbal.
––La daré yo, pero esperemos aun
unos minutos. Quiero poner en orden mis ideas. Antes que a nadie tengo que
informar a Carmen y a mi suegra. Las llamaré desde mi despacho. Que nadie salga
ni entre hasta que yo vuelva.
Nani, visiblemente afectada,
consultó su reloj.
––Son las tres menos veinte -
dijo con su marcado
acento gallego. ¿Qué día es
hoy? - preguntó.
––Ya es veinte de noviembre, le
respondió Vital.
––Pobriño - siguió Nani mientras le cerraba los ojos entreabiertos––.
En qué mes tan taimado se nos vino a morir… Y en qué hora tan bruxa… Y tan lonxe da sua terra…
Yo no sé si el general llegó a
saber el día y la hora en que abandonaba el país que gobernó de una manera tan
personal durante 40 años. Quizá sí; dominó tantas cosas en vida que no
resultaría extraño que su poder hubiese llegado hasta ese extremo
Los generales Sánchez Galiano, Gavilán y Fernando Fuertes de Villavicencio, como jefes de las casas Militar y Civil, dieron las órdenes oportunas para poner en marcha la operación Lucero. Pozuelo, desde un teléfono controlado por la guardia personal del Caudillo, nos fue convocando a todos los médicos para redactar el último parte, el del fallecimiento; el que tanta gente esperaba ansiosamente.
Yo tuve
durante muchos años la sensación de que las presiones que insistentemente
recibía Cristóbal para acabar de una vez con aquella interminable agonía
estuvieron a punto de cristalizar aquella madrugada del 20-N, y me he
complacido, durante bastante tiempo también, en la idea de que el general,
perdóname la expresión, murió cuando le salió de los cojones. Sí, así; tal cual
te lo estoy diciendo. Menudo era él. Quiero decir que hasta el último momento
se pasó por donde quiso las opiniones y las decisiones de los demás. Me
agradaría pensar que como un fleco más de su impenetrable y extraña
personalidad, el paciente decidió morir en el día y la hora que le parecieron
más adecuados, burlándose así, una vez más, de todo el mundo; de los que
deseaban su muerte rápida y de los que pretendían mantenerlo vivo a cualquier
precio y de cualquier manera. Fue
un dictador tan convencido de su oficio que estoy seguro de que hasta para sí
mismo dictó el día y la hora en que su corazón debería detenerse para siempre.
Para burla de sus enemigos.
Poco a
poco fueron llegando los 37 médicos que habíamos formado aquel equipo tan
singular, tan inhabitual. Sobre las 7 de la mañana nos reunimos por última vez
en la sala de juntas de La Paz para redactar el último de los partes; el más
claro de todos, el que ya no podría prestarse a confusión alguna. Lo había
redactado Pozuelo y nos lo leyó con la voz quebrada por la emoción. Creo que
verdaderamente se expresaba desde el fondo de sus sentimientos. Sostenía el
documento con la mano derecha temblona mientras atenazaba con la izquierda un
pañuelo manoseado. El médico había sentido a lo largo de toda su vida una gran
devoción por el Caudillo, sentimientos que se acrecentaron durante los casi dos
años que estuvo a su servicio. Nada había que objetar en aquel texto. Todo
cuánto en él se contenía se ajustaba a la verdad, o al menos eso parecía. Vital
tomó la palabra unos instantes antes para decirnos, con la parquedad que era en
él habitual, que sobre las dos y media de la mañana el paciente se bradicardizó
poco a poco hasta pararse.
––No hicimos nada ––dijo–. Estaba
todo tan perdido que consideramos que nada más quedaba por hacer. Estábamos
presentes Mari Paz, Cristóbal, las dos enfermeras y yo ––añadió–. La muerte
pudo establecerse a las tres menos cuarto más o menos. Eso es todo ––concluyó.
Nadie hizo comentarios ni se
formuló pregunta alguna. El silencio era sobradamente elocuente. En el ambiente
se detectaba una extraña mezcla de duelo y distensión. Había caras surcadas por
las huellas de un cansancio acumulado a lo largo de muchos días y otras que tan
sólo reflejaban el estupor que proporciona un despertar intempestivo. Todo
había concluido. Como comentó Gabi antes de entrar a la sala de juntas: “El
general y nosotros acabábamos de pasar a mejor vida”. Sólo él pasaría a la
posteridad, quien sabe si hasta la misma inmortalidad, como dijeron de Evita
Perón. Nosotros, por el contrario,
volveríamos a nuestra sencilla y apasionante rutina de todos los días, a
nuestros quirófanos, a nuestras salas de reanimación, a nuestras consultas
abarrotadas de gente corriente y necesitada; de dolientes seres humanos que
buscan en la Medicina, con afán y esperanza vana, remedios y hasta milagros que
escapan a nuestras manos y que no son del acervo de nuestra pobre ciencia, tan
insegura, tan inexacta. Grandeza y miseria de la vida del médico, que cuando
como en aquel caso se dieron juntas, te sobrepasa y hasta te sobrecoge.
El último parte empezaba hablando
de un empeoramiento progresivo que condujo a trastornos de la conducción
intraventricular con hipotensión severa y sostenida. En el documento no se
citaba la hora real de la muerte sino la oficial: “A las cinco horas y veinticinco minutos sobrevino una parada cardíaca irreversible” La verdad es
que tampoco se hizo maniobra alguna de resucitación para tratar de hacerla
reversible. Luego se relacionaban detalladamente todos los diagnósticos finales
en los que por primera vez se menciona la palabra infarto: Enfermedad de Parkinson. Cardiopatía isquémica con infarto agudo de
miocardio anteroseptal y de cara diafragmática. Ulceras digestivas agudas
recidivantes con hemorragias masivas reiteradas. Peritonitis bacteriana.
Fracaso renal agudo. Tromboflebitis ileo-femoral izquierda. Bronconeumonía
bilateral aspirativa. Choque endotóxico. Parada cardíaca. Madrid a las 7,30
horas de día 20 de noviembre de 1975. Firmado: El equipo médico habitual.
***
MI AMOR POR UN REINO EN CÓRDOBA
Fragmento que hace
referencia a la solución que encuentra el alarife de Abd al-Rahman I para que las columnas
de la mezquita de Córdoba ganen altura.
…Durante
varias semanas, el alarife mayor anduvo dándole tantas vueltas a este asunto
que hasta llegué a temer que su obsesión pudiese transformarse en locura
permanente. Le llegué a ver tan ensimismado, tan abstraído de todo, tan fuera de su entorno, que ni
siquiera me sentí con fuerzas para acosarle a pesar de que la construcción del
templo se retrasaba de manera preocupante. Inquieto yo también, le envié a mi
alfaquín para que le recetara remedios que serenasen sus malos sueños y le
calmaran la inquietud de su atribulado espíritu. No le sirvieron para mucho, pero,
afortunadamente, no hubo transcurrido demasiado tiempo cuando una madrugada en
la que los cielos de Qórtuba se rasgaban con las luces cegadoras del rayo y el
ruido ensordecedor del trueno haciendo derramar sobre los campos de Al-Andalus
toda el agua que cabe en un mar, el alarife mayor vino intempestivamente a mis
aposentos para contarme, casi atropelladamente, la solución que había
encontrado para engrandecer la altura de la mezquita utilizando las mismas
columnas y capiteles que habíamos rescatado de los templos cristianos.
Bajo
su brazo traía un sinfín de pergaminos en los que había dibujado un bosque de
columnas que, a primera vista, a mí se me antojó un prodigioso oasis de
palmeras multicolores con las copas completamente abiertas. Pensé, por un instante, que su locura
era real. Sobre los cimacios, me dijo con una excitación incontenible, apoyaría
gráciles dovelas que a su vez se desdoblarían en dos direcciones para alumbrar
delicados arcos de herradura en los que alternarían la piedra caliza y blanca
con el ladrillo bermejo que se obtiene con los barros de Montulia. Y luego,
sobre estas primeras arcadas y con el soporte de sólidos modillones, haría
brotar un segundo arco, también en herradura, que ampliaría aun más la altura
del templo. De esta forma las arquivoltas descenderían suave y delicadamente
hasta las impostas dando al conjunto de las dos arcadas una increíble sensación
de ligereza y robutez. El resultado, amada Neshla, ha sido prodigioso y sólo es explicable como un maravilloso
milagro de Alá. En ninguna parte del Islam existe nada parecido.
Definitivamente, Dios tiene su morada en Qórtuba. La mezquita, ahora
concluida, se asemeja a un bosque
infinito de palmeras florecientes que me recuerdan a la que tú, mi amada Neshla,
me enviaste en un lejano día y que hoy crece, majestuosa y sola, en el centro
de los jardines de Al-Rusafa. Tu palmera, Neshla. La palmera de Damasco que es
guía y madre de todas las demás.
Por
el costado sur del patio de las abluciones y en trazado paralelo al oratorio,
hemos construido una galería para que puedan rezar nuestras mujeres. La
distancia y el enjambre de columnas las aíslan de tal modo que su presencia no
perturba el necesario recogimiento que los hombres necesitan durante la
oración.
Aunque
el techo está perforado por media docena de lucernarios circulares por los que
entra la luz desde el alba al ocaso y que se complementa con la que traspasa
los ajimeces laterales, para la iluminación nocturna hemos construido, en plata
y bronce, gigantescas lámparas circulares que penden de los techos. En sus
brazos y radios se han colocado miles de vasitos de cristal con teas empapadas
en aceite que proporcionan una luz vacilante y trémula que, reflejada sobre las
paredes y la techumbre del mihrab, lo hacen relucir como un ascua de
oro.
En
el ángulo que forma el muro norte con el de poniente, queremos levantar un
alminar de planta cuadrangular de unos veinte codos de base por unos cuarenta
de alto, para que el almúedano pueda llamar a oración las cinco veces diarias
que manda nuestra Sagrada Norma. Mientras tanto, nos servimos del torreón del
alcázar desde cuya almena la potente voz del muecín retumba majestuosa y
mística por toda la medina. Espero que Alá, Clemente y Misericordioso, me
conceda vida suficiente para que mis oídos puedan escuchar, aunque sólo sea por
una vez, la sagrada llamada del almuédano desde el alminar de la mezquita cuyo
canto se desliza en cada atardecer sobre las aguas plateadas de nuestro Wadi
al-Kabir hasta perderse en la mar inmensa y lejana.
Cuántas
veces he soñado que el rumor apagado de mis versos, que emergen cautelosos
desde la torre de mi alcázar, viajan hasta tu oído para hacerte saber una vez
más en su monótono giro que sigo amándote con la misma intensidad que lo hacía
cuando ambos éramos jóvenes y libres y nos dábamos sin tregua el uno al otro en
aquellos jardines frondosos que, sinuosos e íntimos, se deslizaban desde los
quietos estanques de nuestra alquería siria hasta las mismas orillas del
sagrado Eúfrates.
Quedan
todavía algunas cosas por hacer antes de dar por concluidas las obras de la
mezquita pero, si Alá me da vida para verlo, el conjunto cuadrangular será de
proporciones casi colosales con más de ciento cincuenta codos de ancho y otros
tantos de largo. He invertido en él, con el dinero que he obtenido de las
gabelas, alcábalas y tributos extraordinarios, más de doscientas mil monedas de
plata y oro que he debido sustraer de otras necesidades, a veces apremiantes.
Pude, con ese dinero, ampliar la grandeza de mi ejército, hoy por hoy el más
poderoso de la Tierra, pero un hombre no se hace grande ante su Dios por el
poder de su espada sino por la nobleza que brota de su alma. Quiero que así me
juzgue la Historia: no como al suhkre de Qurays; el halcón gerifalte que
levantó desde la nada el más grande imperio del Islam en Occidente sino como al
humilde creyente que dio todo de sí mismo para la mayor Gloria de nuestro Dios
Único y Majestuoso.
Glorificado sea Alá que todo me lo dio, excepto el
privilegio de haber compartido contigo las venturas de mi reino. Bendito sea Su
Nombre cuya Gracia te proteja a ti por siempre.
***
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CHAT
Fragmento de uno de los correos electrónicos que, desde una clase Literatura, "Belledejour" le envía a "Rilke" su enigmático amor cibernético.
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EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CHAT
Fragmento de uno de los correos electrónicos que, desde una clase Literatura, "Belledejour" le envía a "Rilke" su enigmático amor cibernético.
March 9th, 1998.
Monday 16,19 h
From:belledejour@barnamail.com
To:jrabs@telemail.unmad.es
Subject: Besos con
sabor a madarina
JR ¿has vuelto ya
de tu viaje? ¿Dónde fuiste esta vez? Ya ni me acuerdo. Estoy atontolinada en
una clase de literatura hispanoamericana. Es la calefacción que está a toda
leche y me está mareando. La “profe” está comentando los resultados de un
examen sorpresa que nos ha hecho. Han sido dos páginas sobre “Facundo” de
Sarmiento. ¿Lo has leído? Yo no, y no pienso hacerlo.
Estoy sentada al
lado del tío más repelente de la clase ¡Ay! Espero que no gire la cabeza y me
pesque lo que estoy escribiéndote. Es el típico listillo que se lee todos los
libros para hacer luego preguntas extrañísimas. Yo creo que se las trae
preparadas de casa, éste es incapaz de pensar por sí solo y en un instante
¡Pobrecito!
Aún estoy medio
mala. Todavía quedan en mis tripas restos de cava, fresas y pastel de trufa. Ya
ves doctor: ¡Dieta mediterránea!
¿Sabes lo mejor?;
Mi colega, el listillo que se sienta a mi lado, ha tenido una calificación de
“aceptable”. La mía; “muy bien” y...¿sabes qué? Pues que se joda. Por listo. A
mí la gente tan así, me pone del hígado.
Ahora está diciendo
la profesora que cuando acabemos la carrera y vayamos a pedir trabajo a una
editorial nos pondrán como mucho a hacer contraportadas de novela y
minibiografías de su autor. “ Es evidente que no os van a encargar una novela
estando el mercado tan saturado como está y con tan magníficos escritores
consagrados“. Pues colega...vaya porvenir nos espera a todos. Bueno a mí me
queda el recurso de la escena, pero... ¡vaya usted a saber! No creo que me
resigne a quedarme en contraportadista, que hasta el nombre me suena a espanto.
“La anécdota ayuda
a la narratividad “ dice ahora esta gilipollas. Así cuando seamos
contraportadistas, podremos escojer las mejores anécdotas con que ilustrar la
jodida minibiografía del rejodido autor. JR, esta tía me está poniendo de muy
mala leche y eso que casi no la escucho. Voy a mover la muñeca izquierda – de
donde cuelga mi cascabel – para que el tilín tilín la joda un poco, además así
de paso, desmotivaré a los que siguen escuchándola con cara de lelos.
Está mirando hacia
mí a ver si descubre de donde sale el cascabel, pero yo le he sonreído. Ahora
es cuando la tía se ha desconcertado del todo. Ya estoy más tranquila.
Huelo a mandarina,
a mi perfume favorito. Es el que uso. No me pongo cachareles ni channeles del
número cinco ni pijadas por el estilo. Cuando quiero oler bien ¡zas! me zampo
una mandarina y estoy perfumada para el resto del día. Para las grandes
ocasiones me zampo incluso dos. JR huéleme, te voy a gustar.
Esta
mañana el día ha empezado guay. En el metro, llevaba puesto en mi walkman el
canon de Pachelbel. No creo que se escriba así, pero me da igual, aunque no lo
escriba bien, disfruto a tope con cada una de sus notas. Esa música me encanta,
me fascina, me produce un efecto parecido al de la lluvia cuando me empapa
entera de agua. Ya sabes JR, el agua me da la vida, el agua de la lluvia ¡me lo
da todo!
¡Ah, y el sol! JR
¡el sol! Cuando lo he visto, he tenido a la fuerza que pensar en tí. Bueno a la
fuerza no es la palabra correcta, dejémoslo en que al ver el sol he pensado en
tí. Lo he visto por primera vez a través del cristal opaco del cuarto de baño y
he salido disparada a la terraza para llenarme de él, y he pensado; “¡Ojalá JR
esté viendo este sol! ¡Ojalá JR! Por favor, levántate si estás dormido y sal a
la calle si estás encerrado. Por favor JR mira este sol, disfrútalo, por favor,
por favor, por favor, que en Madrid o en Tenerife o donde quiera que estés
ahora veas este sol como yo lo estoy viendo, entre nubes panzudas y blancas,
como algodones dulces de feria, con el azul del cielo de fondo.
JR sal al balcón y
mira este sol. ¿Lo ves? Es rojo, como mi pelo.
Y después de ese
cielo vino el frío mañanero, y el canon, y una nueva amenaza de lluvia...JR no
sé...estoy bien. Sigo extraña, como ayer, como los últimos días, pero no
sé...me encuentro mejor. Ahora mucho mejor. Te estoy viendo entre las gotas de
lluvia que empiezan a caer. Te ví antes, confundido entre los rayos del sol.
¿JR me has visto tú a mí?
Muchos besos, doctor, con sabor a esencia de mandarina, mi eau de toilette favourite.
C’est pour toi.
Roca.
***
EL DECLIVE
Fragmento de uno de los capítulos: Los protagonistas han viajado a Petra buscando, para su amor, una reconciliación imposible. Al final, ambos comprueban que todo está irremediablemente perdido.
EL DECLIVE
Fragmento de uno de los capítulos: Los protagonistas han viajado a Petra buscando, para su amor, una reconciliación imposible. Al final, ambos comprueban que todo está irremediablemente perdido.
...En los últimos meses las cosas han ido de mal en peor. Era
previsible. Irene te lo venía advirtiendo con insistencia aunque tú, por miedo,
trataras de ignorarlo. Se habían juntado demasiados argumentos y prácticamente
todos eran inapelables. Lo de la edad, que a ti te parecía el escollo principal,
para ella era lo de menos. Si te eligió cuando te eligió, decidiendo una unión
contigo, sincera y duradera, fue porque en ese mismo acto aceptaba la diferencia
en años que aparentemente os podría separar tanto. Ese fue siempre tu recelo,
tu temor, la base de tus angustias. Te centraste en ese detalle minúsculo y
abandonaste las estrategias que, sutilmente, atan a una mujer a su hombre. Sigues, al día de hoy y cuando ya nada
tiene remedio, aferrado a tus teorías. Ella te pedía algo menos de lo que tú estabas
dispuesto a ofrecerle pero algo más de lo que nunca supiste darle. Sí, lo
sabes; es difícil, a veces extraordinariamente difícil entender a una mujer,
sobretodo a una mujer inteligente que ha aceptado por ti muchas renuncias
personales y eso, te guste o no, acabará por pasarte factura si no sabes estar a
la altura de lo que ella te demanda. Nunca has tenido a alguien que sabiamente
te aconsejara en estos problemas. Nunca tuviste amigos; sólo dos personas
fueron en tu vida referentes de perfil bajo: Lucía tu exmujer y Elías tu socio. Con este bagaje es difícil
abrir el corazón a nadie para pedir un consejo, para solicitar una ayuda que te
saque de tu obcecación. En el fondo, tampoco la querías, no la buscabas porque
te creías autosuficiente, capaz de resolver ésta y otras situaciones, incluso más conflictivas.
Vuelves
a intentarlo una vez más. Pero Amán no es Damasco ni Petra es Palmira. Las
cosas rebuscadas no dan el juego apetecido y una vez más tienes que aceptar que
nunca segundas partes fueron buenas, por más que te empeñes. Ha aceptado a
regañadientes un nuevo y último viaje concebido a la desesperada; una aventura
que os conducirá a ninguna parte, excepto al vacío absoluto y al alejamiento
definitivo.
Después
de un vuelo largo y tedioso en el que os habéis dirigido sólo las palabras
justas, los trámites de frontera han resultado desesperantes. Más de 4 horas en
el aeropuerto de Amán esperando autorización de la oficina de inmigración. La
causa: la presencia de un inoportuno sello de entrada en los Estados Unidos
unos meses antes en el pasaporte de Irene. Ese detalle insignificante es causa,
en la mayoría de los países árabes, de todo tipo de indagaciones y en muchas
ocasiones supone la denegación del permiso de entrada al país. Finalmente las cosas
se han resuelto después de mucha paciencia, de muchas explicaciones redundantes
y de algunos dólares “descuidadamente” camuflados entre las páginas de su
pasaporte.
Cuando recoges el equipaje y traspasas finalmente la puerta de
salida de aquellas dependencias en las que os habéis sentido como auténticos
prisioneros, piensas que el servicio para trasladaros a Petra habrá
desaparecido. Para tu sorpresa un jordano de unos cuarenta años, de
sonrisa abierta y bigote negro, sostiene un cartel de la agencia de viajes en
el que está escrito tu nombre con grandes trazos negros. Ambos respiráis
aliviados. El chófer no comenta nada por la larga espera, posiblemente esté
acostumbrado a este tipo de trámites aduaneros cuando se trata de turistas
europeos. Os saluda muy
amablemente y os ayuda solícito con las maletas hasta el coche que ha dejado
aparcado no lejos de la salida. Sin que hayáis acordado nada, os traslada a un
restaurante en las afueras de Amán donde os sirven una deliciosa comida árabe
acompañada de un buen vino de la zona. Son más de las cinco de la tarde. "Tómense el tiempo que quieran para disfrutar de la comida —os dice—, y no
olviden visitar el bazar que está a la salida. Podrán adquirir si lo desean
bellos objetos de nuestra artesanía tradicional a muy buen precio" —añade.
El
guía se sienta con otras gentes del país en una mesa alejada de la vuestra pero
desde donde os vigila con gesto prudente por si algo pudieseis necesitar.
Levantas
tu copa, la acercas a sus labios y luego te echas un trago largo. “Por ti y por
Jordania” brindas. Ella te mira con dulzura y sin decirte nada bebe un poco de
su copa. Durante la comida le
hablas de los hechos y lugares que más os impresionaron en el viaje que hicisteis
hace unos años a Damasco y a Palmira cuando las cosas entre vosotros eran
dulces como la miel de Alepo. Notas que es imposible que ella, aunque lo
intente, vibre como tú lo estás haciendo con las añoranzas de aquel hermoso
viaje que ahora quieres inútilmente recrear en este nuevo periplo hacia las
viejas piedras de Petra y las ardientes arenas del desierto de Wadi-Run.
Cuando
acabáis, seguís las recomendaciones del guía y pasáis por la tienda de
souvenirs. Le ofreces la tienda entera para que se quede con los recuerdos que
más le puedan apetecer pero ella declina tu oferta. Compras para ti un CD de
folclore beduino que te ha recomendado el tendero. Te gusta esa música y sueles
escucharla a veces, sobretodo cuando necesitas saciar tus excesos de
inconsolable melancolía.
El
viaje a Petra, a través de una moderna autopista, dura casi cuatro horas. A
mitad de camino el guía vuelve a detener el auto en un bazar donde os ofrecen
té verde con pastas de pistacho. Ya ha caído la noche y la temperatura. No hace
frío, pero su camisola fina de media manga, tu polo de hilo y sobretodo el
cansancio acumulado os obliga a proteger vuestros cuerpos con algo más cálido.
Ella se pone un jersey de lana fina y tú una chaqueta de cuero negro que Irene
te había regalado en vuestro viaje a Siria. Fue en el zoco. Tú no querías, en
el fondo nunca te han gustado ese tipo de prendas pero aceptaste complacido
ante su insistencia y por los halagos que te hizo viéndote con aquella
indumentaria con la que tú no te sentías cómodo. Tampoco te sientes a gusto
ahora pero la has metido en tu equipaje porque entiendes que con ello estás
todavía reconociendo y agradeciéndole aquel delicado detalle que tuvo contigo
cuando tú significabas tanto para ella. Eran otros tiempos.
Finalmente, acepta que la obsequies con unos ungüentos del Mar
Muerto. Hay una enorme variedad de estos productos y su precio es realmente
ventajoso si lo comparas con el que tienen en otros lugares. Eso es al menos lo
que ella te dice como argumento válido para aceptar tu regalo. Como
agradecimiento te da un beso escueto en la mejilla. Vaga sola observando con
indiferencia los productos que se amontonan en las estanterías del bazar
mientras tú tratas inútilmente de seguirla. Parece que te rehuye, que no desea
tu compañía, que prefiere estar sola. Es imposible conseguir de ella una
conversación sostenida. Sus comentarios son breves y sus respuestas se
estructuran casi exclusivamente con monosílabos. No sabes si en su gesto hay
más indiferencia que cansancio o más hastío que arrepentimiento por haber
venido contigo hasta este extremo del mundo, sin desearlo. Quizá esté
experimentando una mezcla de todos estos sentimientos al mismo tiempo. No pone
demasiado empeño en ocultarlos y tampoco hace nada por aliviar la tensión muda
que revolotea sobre vosotros. A veces, la miras de reojo y notas en su rostro
como una pena secreta que no te quisiera desvelar, aunque tú sabes de sobra de
qué se trata. Hace tiempo que tomó su decisión y busca en su interior el modo y
la forma más suave de decírtela para causarte el menor daño posible. Ya no te
ama pero mantiene el cariño, que es la forma más sutilmente cruel de
corresponder a alguien que has amado y que aún sigue enamorado de ti. Te
preguntas qué otra cosa podrías hacer para que cambiara su actitud y ninguna de
las propuestas que tu cerebro te brinda te parecen adecuadas para este
propósito. Tal vez sea el cansancio, te dices finalmente, antes de volver al
coche.
Son
casi las once cuando llegáis al hotel.
La negrura de la noche no te ha permitido ver nada de las maravillas que
te tiene reservada la nueva luz del día siguiente. Tu primera impresión es
bastante decepcionante. Nada que ver con los hoteles suntuosos de Damasco o
Palmira. Reclamarás, te dices, a la agencia de viajes cuando regreses a Madrid.
Te habían asegurado que era de los mejores de la zona. Luego comprobarías que
no, que los había realmente magníficos. Es desde luego limpio y funcional, pero
exento de cualquier detalle lujoso, en especial la habitación y el baño. Hay
dos camas separadas por una mesilla de noche que ha sido claveteada al cabezal
común sobre la que reposa una lamparita tenue y un teléfono. En la pared de
enfrente hay un mueble cajonero con un televisor bastante antiguo que sólo
sintoniza un par de canales árabes. Descorres levemente las cortinas y compruebas
que estáis en un segundo piso sobre la puerta de entrada del establecimiento.
Imposible pedir nada; no hay servicio de habitaciones y para esas horas el bar
ya ha sido cerrado. No os queda otra alternativa que echaros a dormir. Irene se muestra muy
cansada y tú notas también sobre tu espalda el peso de un día demasiado largo.
Cuando vuelves de cepillarte los dientes ella está entrando en la primera etapa
de su sueño. Te acercas, acaricias levemente su pelo y depositas sobre su
mejilla un beso de buenas noches que ella acepta sin responderte, ahuecándose
entre sus sábanas. Te gusta su olor. Te gustaría acurrucarte a su lado y pasar
la noche pegado a ella, acariciándola de norte a sur y de este a oeste, como
tantas veces lo has hecho en los últimos cuatro años. "Déjame y duerme" —te dice, con voz soñolienta—, mañana nos espera un buen día."
Casi
no has pegado ojo en la noche breve.
A las seis de la mañana, a la hora convenida, suena el teléfono. El
recepcionista te despierta con un saludo en inglés, al que tú respondes con un
extraño sonido gutural. Irene en la otra cama está completamente inmóvil, casi
no respira. Muy despacio te sientas en el borde. Entonces, como has hecho
tantas veces, empiezas a acariciar su pelo y su cara para despertarla. Parece
haber sido inmune al timbrazo del teléfono. Su sueño parece profundo, todavía.
Poco a poco se va desperezando. Abre finalmente sus ojos y te mira sonriendo. "Qué hora es —te dice, mientras bosteza sin recato alguno y estira al máximo sus
brazos entumecidos por la inmovilidad sostenida.
Aunque todavía es noche
cerrada tú sabes que aquello es el amanecer auténtico iluminado por el brillo
intenso de sus ojos. Para tu sorpresa, rodea tu cuello con sus brazos y te
atrae hacia ella para darte un abrazo largo. Huele a las noches de antes. Y a
deseo. Retiras las sábanas y contemplas su cuerpo magnífico apenas cubierto por
una ligera camiseta de algodón y una minúscula braga de encajes transparentes,
azules y blancos. Aprovechas para acariciar aquellas carnes sedosas que para tu
perplejidad y tu gozo se van abriendo y abandonando poco a poco hasta que
derramas sobre ellas todo el amor y la angustia que has venido acumulando desde
que iniciaste el viaje. Cuando terminas, compruebas que ya no existen aquellos
saltos al vacío de los tiempos pasados, que su pasión se ha ido diluyendo
conforme vuestra convivencia se ha ido volviendo áspera y tensa, que las noches
locas han dado paso a las horas
aquietadas en las que el desenfreno irracional ha sido sustituido por la
caricia calculada y dócil. Lo sabes y lo aceptas tal como es, no habría otra
forma de apurar las últimas heces de este cáliz que ahora te hará beber.
Un
guía distinto al del día anterior lleva más de media hora esperándoos a la
entrada del hotel. Habla un inglés casi impecable y es de modales complacientes
y amables. Dice a todo que sí. En un coche todoterreno os conduce hasta la
caseta donde expenden los tickets, dejándoos luego en la misma entrada del
desfiladero. Allí os invita a subir a una tartana medio desvencijada arrastrada
por un mulo de andar triste y cansino que obedece impávido las mansas órdenes
del arriero que, con agilidad felina, ha trepado de un salto hasta un minúsculo
pescante para tomar las riendas. A vosotros os han acomodado en el
destartalado asiento del nada pretencioso carruaje. Hace fresquito a esas horas
tempranas del día. Luego será distinto; el calor os obligará a buscar las
sombras y a beber agua continuamente.
No
es muy largo el trayecto por el desfiladero hasta llegar a la plaza del templo.
El nivel de asombro y encantamiento por tanta belleza no te permite calcular la
distancia entre un punto y otro. Absortos en lo que estáis viendo apenas
cruzáis las palabras justas para confesaros mutuamente que es el paraje natural
más bello e insólito que ambos habéis contemplado en vuestras vidas.
En un
punto del descenso por el angosto pasaje pétreo más bello de este mundo, el
arriero detiene el carro y os pide la cámara fotográfica para perpetuar sobre
el papel vuestro primero y tal vez último viaje al antiguo reino de los
nabateos. Rodeas su hombro con tu brazo y ella apoya su cabeza en el tuyo. El
jordano sonríe cómplice y dispara hasta tres veces seguidas en distintas poses
y ángulos. En la última ha enmarcado, entre los inmensos farallones de piedra
rosada, una parte de la fachada del tempo al que enseguida vais a acceder. La tomas por el hombro durante el
tiempo que os detenéis frente a la impresionante fachada pétrea del templo
nabateo. Sobran los comentarios. La historia, de repente, se ha transformado en
belleza pura. Parece que el tiempo no corre, que el sol se ha varado en sus
alturas para alumbrar tanto esplendor remoto y que las mismas arenas calientes se han
vuelto insensibles a la acción de sus rayos. Os reís con el estrafalario
espectáculo de un camello que bebe de un solo trago una botella grande de
coca-cola. Ni siquiera aquel templo del esplendor puede escapar a los modernos
mensajes del consumo desenfrenado. Cada uno montáis un caballo que conduce de
las riendas un amable arriero y así, recorréis una parte de aquel valle de
lejanía y misterio.
Hay,
a mitad de camino, una especie de jaima estratégicamente situada para que los
visitantes fatigados descansen un rato. Os sentáis y pedís un refresco. Todo el
líquido es poco para aplacar la sed sofocante que provoca la sequedad
asfixiante del lugar. Una foto con aquel fondo, otra con el pañuelo de cabeza
colocado al estilo beduino, otra junto a un grupo de camellos, otra frente a
las tumbas de los reyes... Cualquier excusa te parece adecuada para romper el
hielo que se instaló entre vosotros desde hace tiempo. No hay forma de
conseguirlo.
Un poco más allá, frente al templo de los Leones Alados, hay un
restaurante aseado en cuya terraza sombreada os sentáis a comer. No tienes
apetito, sólo deseas beber y beberla a ella.
De repente ha recuperado una
extraña locuacidad. Lo presientes y no te equivocas. Vuestra historia está a
punto de terminar. Ni siquiera esperará al postre. Entre la ensalada y un guiso
de carne de oveja muy aromatizada, que acabarás por sentirlo amargo, te dice
que ya no desear seguir por más tiempo a tu lado. Lo adereza y lo suaviza
argumentando que fue muy feliz en los primeros tiempos, que nunca te va a
olvidar, que ha vivido contigo los momentos más emocionantes de su vida, que no
podrá repetir con nadie las experiencias que ha vivido a tu lado, que su vida
profesional dio el gran giro de su vida por la ayuda que tu le diste aunque
luego no lo supiera aprovechar en toda su dimensión, que se ha sentido contigo plenamente mujer y que notó por vez primera lo que significaba ser compañera de
un hombre, que no entiende por qué las cosas empezaron a cambiar y nunca ha
podido saber cuál de entre todas ha sido la razón principal que la ha llevado a
tomar esta decisión, que tú tendrías que reconocer que tu comportamiento de los
últimos tiempos ha sido incomprensiblemente distante, que te ha faltado ternura
y dedicación y hasta has mostrado un punto de egoísmo, que no has sabido interpretar sus
angustiosas llamadas para reconducir los hechos inevitables, que es consciente
de lo mucho que ambos vais a sufrir pero que su decisión, después de mucho
madurarla, ya no tiene marcha atrás. Y concluye como se suele hacer en estos
casos: En el fondo es lo mejor para ambos.
Amén.
Como
toda respuesta, y esbozando una sonrisa boba, le preguntas qué postre desea
tomar y le sugieres un pastel de higos que has visto en el expositor
de alimentos.
Silencio.
Cuando
apuráis el café y pagas la cuenta haces un gesto al beduino para que os vuelva
a conducir a la entrada. En la plaza del templo dejáis los caballos y cogéis un
pequeño tílburi. En silencio volvéis a recorrer el desfiladero más bello del
mundo y regresáis al hotel.
Ella
te sugiere adelantar el viaje de vuelta y aunque comprendes que eso sería lo
más aconsejable, sabes también que los días que han sido programados serán los
únicos que te quedan para estar a su lado por última vez. Y le propones
continuar el viaje tal cual lo habíais decidido. Y recorréis durante dos
pesados días el sofocante Wadi Rum con sus impresionantes montañas de rosa y
magenta, hasta llegar a Áqaba.
Allí aguantaréis un día y medio más junto a
sus bellísimas playas hablando de cosas triviales para matar el tiempo lento.
Es ella la que está ahora mas comunicativa que tú; se nota que se ha liberado,
que se ha quitado un gran peso de encima. Quiere animarte y hacerte felices las
horas que aun os quedan por compartir y, aunque tú lo quisieras, tu humor está
a tan bajo nivel que por más empeño que pones tus esfuerzos resultan estériles.
Te das cuenta que, de repente, Irene es como la línea del horizonte que tienes enfrente, cuanto
más intentas acercarte más se aleja.
Para tu amargura, el hotel de Áqaba es magnífico, la habitación
suntuosa y la cama, en la que te sientes como un huérfano, es de enormes dimensiones
y recubierta por sábanas de auténtica seda. Mientras compruebas que ella duerme
plácidamente tú has pasado las dos últimas noches sentado en la terraza de la
habitación con la vista perdida en un mar misterioso, rojo y plácido, como
posiblemente estuvo Salomón miles de años atrás cuando su Dios le dio la
espalda por sus muchos pecados de soberbia y lujuria. Ni siquiera te has parado
a pensar en lo que te espera a partir de ese viaje, ni en la forma en cómo vas
a enderezar tu vida sin ella, ni en el modo en que vas a llenar tus horas
muertas sin sentir su presencia. Sin su amor te sientes como un Romeo
abandonado y lo mismo que a él te da igual muerte que destierro. Sentado frente
al mar oscuro, como estuvo hace años Lawrence de Arabia, estás viendo otra vez lo que creías que
era invisible: el fin del mundo.
***
HORA Y MEDIA A MANHATTAN
Escena en la que se narra la relación del protagonista con una joven prostituta a la que con argucias introduce en su delirante mundo de drogadicción.
...Un
par de semanas después de haber estado en el apartamento de Eva me acometió la
agonía del desamparo. Eran casi las doce de la noche y por aburrimiento fui al
cuarto de baño para cepillarme los dientes antes de meterme a la cama. Casi
nunca lo hago; no porque sea desaseado sino porque unas veces se me olvida y
otras estoy tan cansado que sólo me da para llenar el vaso de agua y tragarme
los somníferos.
Cuando terminé de enjuagarme con el colutorio de menta y
clorofila, observé en el espejo mis dientes de pálido ambarino y mis labios de
incierto porvenir. No quise mirarme a los ojos para no escuchar los aullidos
lacerantes del lobo que me crece por dentro cuando me sube por la nariz el tufo
de la peste. Me pregunté qué razones tendría Eva para no besarme la primera tarde en
que fui a verla. Las maldades nimias que nacen del corazón de los hombres se
germinan con el frío escarchado del resquemor y la inquina y, para cuando uno
pretende rectificar, el daño ha recorrido un trecho tan largo que retroceder
es tarea inútil, de tantas y tantas revueltas y tantos y tantos tumbos como se
ha ido dando en un camino plagado de curvas tortuosas y pavimentos deslizantes.
No pude evitarlo. Busqué entre mis papeles y encontré su teléfono. Su voz
lejana de sueño enmarañado y su bostezo metálico estimularon mis instintos.
Tuve que recordarle primero y convencerla después que yo era quien la había
visitado un par de semanas antes para tener con ella únicamente un rato de
conversación. Me costó trabajo persuadirla. Al final accedió a recibirme aunque
no por más de media hora y al precio de siempre, es decir: veinte mil. Me vestí
rápidamente, cogí el dinero necesario y cargué en mis bolsillos droga
suficiente para que Eva y yo viajásemos juntos a mi paraíso de mugre y
tragedia. O Madrid estaba vacío esa noche o mi ofuscación no me dejó ver a
nadie en sus calles. Parecía que todos sus habitantes estaban muertos y que
todos los coches hubiesen sido aparcados en el dique del olvido, incluso los
semáforos estaban fuera de servicio.
En
contra de lo que esperaba me abrió la puerta ataviada con un vestido largo. Me
pareció un quimono japonés adornado con chillonas estampaciones florales en
tonos amarillos desvaídos y verdes manzana. Una abertura lateral hasta la
cadera descubría con cada paso su interminable pierna izquierda. El escote,
holgado, dejaba casi al descubierto sus dos pequeños y erguidos senos. Cuando
se inclinó sobre sí misma para recoger del suelo su perrita de aguas pude ver
semienterrados en la oscuridad sus dos pezones cobrizos.
Iba descalza y el cabello le caía en desorden sobre los hombros. Tenía el
aspecto de haber recién despertado de un sueño ácido y viejo. Ya no me pareció
tan bonita como el primer día y, sin embargo, su desaliño la hacía mucho más
deseable. Tampoco la casa olía a sándalo y las velas, con sus pabilos
apagados, negros y tiesos como patas de mosca, parecían falos diminutos
enclaustrados dentro de los vasitos multicolores desperdigados por todas
partes. No encendió ninguna pero colocó un ramito de alhucema en un pequeño
incensario de barro al que prendió fuego tratando de sanear una atmósfera
espesa y algo turbia. Una delgada columna de humo blanco zigzagueante ascendió
hasta el techo para desparramarse después por todos los rincones de la pequeña
sala donde nos encontrábamos. La perrita tosió cuando el sahumerio se coló por
su nariz y escapó corriendo hacia el dormitorio.
—Me gusta este olor natural —dijo Eva, acercando su nariz al
pebetero—, odio los ambientadores con aromas de diseño. Me parecen todos una
mierda.
Se
sentó frente a mí, y mientras me observaba maliciosamente, arrebujó sus piernas
con los flecos del kimono, y sin recato alguno me dedicó un nuevo y monumental
bostezo.
—Perdona, hombre —dijo, medio riendo— estoy más p’allá que p’acá. Ahora me despabilo. ¿Cómo me dijiste que te
llamabas? ¿Te sirvo una copa?
Le acepté una ginebra seca con hielo. Del frigorífico de la
minúscula cocina americana sacó un tetrabrik y se sirvió un zumo artificial
hecho probablemente con esencias cancerígenas de alguna fruta exótica. Después
de un trago largo se le escapó un mínimo eructo. “Disculpa” —musitó, mientras
se llevaba a la boca el dorso de su mano derecha—. Luego se levantó, y
mientras mordisqueaba con escaso convencimiento una manzana pálida, comenzó a
hurgar entre los compactos de la estantería. Inmediatamente, se desgajaron de
los altavoces de la minicadena las primeras sublimes notas del concierto número
uno para violín y orquesta de Mendelssohn. Aquel detalle de refinamiento me
sorprendió agradablemente, casi me conmovió.
—Yo sé, de fijo —dijo, tratando
inútilmente de refrenar un nuevo bostezo—, que a estas horas la música de
violín os pone cachondos. A ver si tengo suerte contigo y consigo animarte un
poco, y de paso, yo también me pongo a tono. Si no te gusta la música clásica
tengo a Jim Morrison o a Prince o a Navajita Plateá, pero tendría que ponerla
bajita; tengo unos vecinos que son unos plasta y a la menor estridencia avisan
a la policía. Menudo pollo se montó la otra noche. Todo porque la jodida vieja
de al lado se ha enterado de que soy puta y ahora está haciendo campaña entre
el vecindario para que me echen. Peor es lo de ella, que pone música de iglesia
a las seis de la tarde y me espanta a los clientes. Ahora la tiene tomada con
mi perrita y va diciendo por ahí que se mea en el ascensor. ¡Vamos! Ya quisiera
esa guarra ser la mitad de limpia de lo que es mi Tani. Perdona la descortesía —añadió mecánicamente—, pero tienes
que pagarme ahora. Ya sabes, es la costumbre en este negocio.
—¿Y qué pretendes hacer esta noche? —me dijo con cara de
interrogación cuando vio desparramados por la mesa del saloncito los cuatro
billetes de diez mil pesetas que acababa de tirarle.
Me limité a beber de mi vaso y no le contesté.
A veces me gusta parapetarme tras la cortina de humo espeso que levanta, sin
quererlo, la elocuencia rijosa de los silencios.
—Qué raritos sois algunos tíos —me dijo, sin parar de
bostezar—. ¿No crees que te sentaría mejor a estas alturas de la noche un buen
polvo que un rato de cháchara? Con un buen "caliqueño" te quedarías bien
relajadito y dormirías como los ángeles. Anda, hombre, déjame que lo intente y
otro día hablamos de lo que tú quieras. A estas horas soy incapaz de poner mis
ideas en orden, a lo más que puedo llegar es a hacer como que te escucho y no
te aseguro que en un santiamén no vaya a quedarme frita. Me has cogido en la
primera etapa del sueño y salir de ahí me cuesta un huevo. No me parece bien
que malgastes tanto dinero para casi nada. Anda, recoge la mitad y guárdalo
para otro día, ya te dije que ni soy avariciosa ni me gusta abusar de mis
clientes. Además creo que me va a bajar la regla de un momento a otro, la tripa
y los riñones me duelen a reventar y a lo mejor te pido que te largues antes de
lo que te imaginas. Mira si quieres me quito la ropa y te voy haciendo cositas
para ponerte a tono. ¿Hace?
Se colocó frente a mí y con movimientos
muy lentos y sensuales, que me recordaron vagamente a la Gilda de mis fantasías
infantiles, empezó a desabrochar su vestido desnudando primero los hombros y
luego los brazos para dejar más tarde al descubierto sus pechos desafiadores
de la ley de la gravedad que se adornaban con dos magníficos pezones que, desenfocados por el contraluz, se me antojaron duros y tiesos como castañas
pilongas.
Luego me dio la espalda y dejó que el vestido se desplomase
bruscamente hasta sus pies. Ante mí quedaron expuestas sus caderas suavemente
redondeadas, sus muslos oblongos y tersos y sus perfectas nalgas de piel de albaricoque.
Ni un ápice de celulitis, ni un gramo de grasa en exceso, ni el menor atisbo de
una estría prematura. En esa posición, y con movimientos que dejaron de ser
sensuales para volverse obscenos, se deshizo lentamente del minúsculo tanga
negro que cubría mínimamente su sexo y que, una vez en su mano, lo volteó
varias veces como suelen hacer en los auténticos strip-tease para, finalmente, arrojarlo sobre mi cara. Su olor era
neutro. Después dio media vuelta y se exhibió impúdicamente, mientras se acariciaba
con creciente procacidad el pecho y el sexo, casi completamente depilado.
Sentada en el sillón de enfrente prosiguió con sus juegos provocativos y
lúbricos acariciando su cuerpo con un enorme consolador rosado que poco a poco
fue introduciendo en su cuerpo hasta dejarlo completamente enterrado. Lo hacía
tan convincentemente que hasta por un instante tuve la sensación de sentirla
gozando por sí misma y a punto de alcanzar un auténtico orgasmo. Después de un
tiempo durante el cual mi excitación fue creciendo de forma paralela a su
irrefrenable provocación, se arrodilló ante mí para separar con calculada
violencia mis rodillas y bajarme con ademán impetuoso la cremallera del
pantalón. Durante un buen rato, en el que mis sentidos comenzaron a acomodarse en
la recámara agridulce del abandono, su boca y su lengua entablaron un mudo
diálogo con mi exultante virilidad obligándola a perderse en ese punto cenital
y lejano en el que casi nada se oye, nada se ve, pero todo se percibe con la
furia indomable del fuego arrasador. Luego, me liberó dulcemente del resto de mi
vestimenta hasta dejarme tan desnudo como lo estaba ella. Me atrajo hacia su
silueta, y abrazada a mi cintura me indicó el camino de su dormitorio.
—No hables —me ordenó—. La noche no es
de la palabra sino del mundo sentidos. Deja que sean ellos los que tomen la
iniciativa.
Y cuando
menos lo esperaba, atornilló su boca a la mía y me besó de una forma tan dulce
y violenta que yo mismo quise imaginar, en aquel beso, un acto espiritual
impulsado por la pasión y el afán de un deseo, que por fuerza, tenía que estar
matizado por los estigmas remotos de una ambigua y falsa ternura. No fue así.
Me lo diría Eva más tarde: “Cuando veo entregado al cliente, como tú lo
estabas, yo misma acabo por entregarme sin reserva alguna. En esos casos no me
importa besar en los labios y revolver en su interior con la lengua. Mi
profesionalidad está por encima de mis escrúpulos.”
En
la cama fue ella quien siguió marcando la pauta. Aquel juego me resultaba tan
excitante y placentero que me fui abandonando al ritmo que ella imponía hasta
que mi voluntad y mi entendimiento perdieron hasta su último soplo de
vitalidad. Aovillaba y expandía su cuerpo sobre el mío con una agilidad felina.
No dejó rincón por recorrer ni hueco por explorar. Su boca, su lengua, sus
dedos, las puntas cortantes de sus pezones, las escobillas rasposas de su
rizado pubis correteaban inquietas sobre mi piel provocándome minúsculas
sacudidas como si fuesen pequeñas descargas eléctricas que te erizan el vello y
te tonifican el músculo. Cuando ella lo decidió, me encajó en su interior y
sacó de mis entrañas tres ayes prolongados, que me nublaron la vista y tensaron
mi columna en una contorsión dolorosa y placentera que casi me hizo perder el
uso de la razón. Luego noté sobre mi pecho y mi abdomen el chapoteo indecente y
mohoso de nuestro sudor desordenado. Cuando abrí mis ojos, Eva aun seguía presa
de la convulsión que había nacido en su bajo vientre y que le ascendía con
inusitada violencia para atenazarle la garganta y trenzarle la raíz del pelo.
Para entonces yo sólo notaba el dolor lacerante que me provocaban sus uñas
incrustadas en la espalda.
—¡Hostias! —exclamó, al retirarse de mí—. Ha llegado antes de
lo que yo me esperaba. Un poco más y te hubieses quedado con las ganas. No te
muevas que enseguida vuelvo.
Mientras se apresuraba camino del cuarto de
baño, un reguero de rutilantes gotitas rojas que se desprendían desde el rincón
íntimo de su vientre fueron perfilando sutilmente el sendero de su desgracia.
Cuando reapareció, su semblante estaba más
pálido y un aire de abatimiento remoto se acaba de instalar sobre la bóveda
acristalada de sus ojos noche. Una braguita azul cubría apenas el intrincado
misterio de su existencia breve. Por más que había rebuscado en su botiquín, la
cajita blanca de saldeva estaba dolorosamente vacía. Se sentó en el borde de
la cama y, sin expresión alguna, fijó sus ojos en un punto intermedio entre los
míos y la luz mortecina y malva de la mesilla de noche.
—La hemos “cagao”, macho —dijo, con
resignación—. Se me acabaron las pastillas contra el dolor de riñones que me
provoca la jodida regla. A ver qué hago yo ahora. ¡Menuda noche me espera!
La anhelada oportunidad acude siempre de la
mano de la casualidad mendaz y cutre. Sin responder a sus palabras le tendí mi
vaso de ginebra consciente de que iba a rechazarlo.
—Gracias, hombre, pero esa mierda mejor te la
bebes tú. Sólo me provoca naúseas y me aumenta el dolor de barriga.
Al incorporarme, sentí clavada sobre mi dorso
la vergüenza blanda de mi propia desnudez. Recogí del suelo los calzoncillos y
me los coloqué de espaldas a Eva. Para entonces, mi virilidad era tan sólo el
esperpento lastimoso y fláccido de un inmediato y ya olvidado esplendor. Ante
estas circunstancias, los hombres sentimos el pudor irrefrenable de un Adán
tras su pecado origina, y tratamos de evitar las miradas inquisitivas
ocultando nuestras minusvalías con modernas hojas de parra fabricadas con una
mezcla de acrílicos inarrugables y algodones neutros. Con aire fingidamente
interesado, rebusqué en los bolsillos del pantalón. Aunque sabía perfectamente
donde había colocado la "mierda", durante unos instantes simulé buscar algo como
si no estuviese seguro de haberlo llevado conmigo. Carla me había instruido en
el prudente manejo del polvo blanco y yo jamás había olvidado su lección. Desde
mis tiempos con ella lo acarreaba siempre embutido en las inocentes cápsulas
granate de nolotil por lo que pudiera pasar. Cada vez que rememoraba la
escena del policía rebuscando en la guantera del coche, se me ponía el vello de
punta y se me aflojaba el ánimo
—Estas cápsulas son milagrosas —le dije, blandiendo una de ellas y tratando de dar a mis palabras un reforzado matiz de
incontestable convencimiento—. Tragadas te aliviarán el dolor casi de inmediato
pero esnifadas te llevarán al paraíso.
Y para dar credibilidad a mis palabras,
desencajé la cápsula, derramé su contenido sobre el cristal de la mesilla de
noche alineándolo en una delgada rayita, y con uno de los billetes de diez mil
pesetas hecho un canuto, lo aspiré todo de un solo golpe. Cuando terminé miré a
Eva con satisfacción mientras ella lo hacía con boquiabierta perplejidad.
—¡Pero, so hijo de la gran puta, esa mierda es
cocaína! —balbució, abriendo exageradamente los ojos—. Por mí te las puedes
meter por la nariz o por el culo. Yo no la pienso probar.
—No
te he dicho que la esnifes —le respondí, sonriendo- lo que te propongo es que
te impregnes las encías con un poco de ella. Tal vez eso sea suficiente para que
se alivien tus molestias y puedas dormir tranquilamente. Hazlo sin miedo. Los
propios médicos la recomendamos para estos casos y en la forma en que te acabo
de decir. No tengas miedo, en cuanto te sientas mejor me iré. También yo estoy
cansado y me empieza a doler la cabeza.
—Así que eres médico. Ya me había
parecido que podías ser cualquier cosa menos lo que me dijiste.
Lo
que vino después tuvo que haber sido escrito por el destino cruel el día que la
madre de Eva dejó que prendiera en las entrañas de su vientre la nueva flor de
una vida inútil. Sin que ella lo imaginara, el germen de la tragedia acaba de
anidar entre las sábanas pegajosas de su cama contaminadas por los efluvios
mercenarios de los que sufren en el corazón la sequía de los afectos.
Tengo peor memoria que mala conciencia de lo que ocurrió
durante las horas en las que la noche hizo de nosotros títeres de la hecatombe.
Poco a poco, Eva acabó con todas mis reservas: las de coca y las otras. Mientras
tanto, yo fui vaciando una tras otra las botellas que quedaban en el mueble
bar. En la pequeña cocina nos fabricamos un pico con la "mierda" que llevaba
encima. Cuando nos la inyectamos, tuve la sensación de que hubiésemos sido
atacados por una pasión antigua y frenética que tratábamos de expulsar de
nuestros cuerpos enterrando en ellos todos los vicios de este mundo. Al
claroscuro de la luz mortecina y malva que fluía de la mesilla de noche, el
perfil de sus labios quedó patéticamente ensombrecido como si fuera el
atardecer doliente y húmedo de un destartalado día de noviembre. Sus ojos
empezaron a deslustrarse como si repentinamente hubiesen sido pisoteados por el
paso de los años mientras que el reducto convexo de sus pezones aumentaba y disminuía de tamaño ajustando su volumen al ritmo que iba marcando
su respiración anhelante.
Cuando las neurohormonas alcanzaron en nuestras sangres el cénit de su esplendor, el deseo nos acometió nuevamente en forma de un tétanos concupiscente al que no nos pudimos resistir. Nuestros cuerpos se trenzaron con la voluptuosidad y el exceso que provoca la unión de los estrógenos y la testosterona y que, incontenibles, manaban desde nuestras entrañas lascivas convirtiéndonos en dos fieras enceladas. Hacía calor y el olor a tigre enjaulado que se empezaba a enseñorear del pequeño dormitorio nos volvía la piel resbaladiza y pringosa y las ideas aberrantes. Eva cabalgaba sobre mi cuerpo aferrando sus muslos contra mis caderas lacias mientras aplomaba en cada sacudida, con los cuchillos romos de su pubis, el esplendor lascivo de sus nalgas codiciosas y su sexo naufrago.
De pronto, sus ojos empezaron a girar sobre sí mismos lanzando destellos agudos como si fueran los fondos geométricos de un caleidoscopio oxidado por el salitre de los siete mares. El cordón de su columna vertebral se tensó como el cabrestante de un batel al albur del viento y las venas del cuello se transfiguraron en senderos tortuosos por donde sólo estaba permitido el tránsito de la lujuria. De su garganta se escapó el desgarro de un aullido primitivo y tosco que penetró en mis venas para acelerar aun más la alocada carrera de mi sangre, espesa y ardiente. En el instante breve del deleite pleno, vi hacerse la noche sobre la noche misma. La visión desparramada y agónica sobre las cosas próximas acabó muriendo de golpe en el envite iracundo y postrero que deja levitando los cuerpos y fuera de sí la esencia misma de las almas.
Sobre los restos de mi desbaratado pecho sentí desplomarse inerme el peso inconsistente de su naturaleza frágil mientras que desde la oquedad de su vientre, noté que manaba hasta el mío el fluido rojo y tibio de una vida que se me antojó desesperanzada y muerta. La polifonía de aullidos, semen y sangre quedó suspendida en el aire cuando fue definitivamente acallada por la hipnosis que promueve en el corazón el lastre del alcohol, el sexo y la droga.
Cuando las neurohormonas alcanzaron en nuestras sangres el cénit de su esplendor, el deseo nos acometió nuevamente en forma de un tétanos concupiscente al que no nos pudimos resistir. Nuestros cuerpos se trenzaron con la voluptuosidad y el exceso que provoca la unión de los estrógenos y la testosterona y que, incontenibles, manaban desde nuestras entrañas lascivas convirtiéndonos en dos fieras enceladas. Hacía calor y el olor a tigre enjaulado que se empezaba a enseñorear del pequeño dormitorio nos volvía la piel resbaladiza y pringosa y las ideas aberrantes. Eva cabalgaba sobre mi cuerpo aferrando sus muslos contra mis caderas lacias mientras aplomaba en cada sacudida, con los cuchillos romos de su pubis, el esplendor lascivo de sus nalgas codiciosas y su sexo naufrago.
De pronto, sus ojos empezaron a girar sobre sí mismos lanzando destellos agudos como si fueran los fondos geométricos de un caleidoscopio oxidado por el salitre de los siete mares. El cordón de su columna vertebral se tensó como el cabrestante de un batel al albur del viento y las venas del cuello se transfiguraron en senderos tortuosos por donde sólo estaba permitido el tránsito de la lujuria. De su garganta se escapó el desgarro de un aullido primitivo y tosco que penetró en mis venas para acelerar aun más la alocada carrera de mi sangre, espesa y ardiente. En el instante breve del deleite pleno, vi hacerse la noche sobre la noche misma. La visión desparramada y agónica sobre las cosas próximas acabó muriendo de golpe en el envite iracundo y postrero que deja levitando los cuerpos y fuera de sí la esencia misma de las almas.
Sobre los restos de mi desbaratado pecho sentí desplomarse inerme el peso inconsistente de su naturaleza frágil mientras que desde la oquedad de su vientre, noté que manaba hasta el mío el fluido rojo y tibio de una vida que se me antojó desesperanzada y muerta. La polifonía de aullidos, semen y sangre quedó suspendida en el aire cuando fue definitivamente acallada por la hipnosis que promueve en el corazón el lastre del alcohol, el sexo y la droga.
Un par de rohipnoles nos ayudó a calmar la
excitación incontrolable que nos había provocado la media docena de rayas que
habíamos ido esnifando a lo largo del combate y los picos que nos habíamos ido
inyectando hasta acabar con las reservas.
A partir de aquel instante, el legado confuso
de los recuerdos se atora en los recovecos de mi memoria que quedó aturdida y
seca como si fuese una crisálida muerta. Eva, agazapada contra mí como un feto enclaustrado en su útero, dormía plácidamente un sueño abismal
empapado de sexo y drogas. Me pareció que roncaba y sentí pena al despertarla.
Hasta la profundidad de mis sesos llegó con violencia el sonido lejano y confuso de una música estridente que se mezclaba con el estrépito machacón de los timbrazos incesantes. Cuando movilizó su cuerpo para levantarse de la cama, el entorno se tiñó de un tufo ácido y mohoso impregnado de tedio. De nuevo, el bostezo de la desidia dejó al descubierto su aire de minúsculo desamparo. Desde la penumbra del salón pude entrever la silueta entrecortada y enclenque de la colérica vieja. Estaba escoltada por dos policías de aspecto aburrido y trasnochado. Entre ellos hablaban un lenguaje críptico y urbano que no logré descifrar. Busqué, casi a tientas, el interruptor de la minicadena y asesiné con placer el insufrible sonido de la música bakalao. El silencio se instaló en el ambiente con un aire tan pontifical y solemne que sentí relajarse de repente todo el andamiaje trápala de mi maltrecha osamenta.
Hasta la profundidad de mis sesos llegó con violencia el sonido lejano y confuso de una música estridente que se mezclaba con el estrépito machacón de los timbrazos incesantes. Cuando movilizó su cuerpo para levantarse de la cama, el entorno se tiñó de un tufo ácido y mohoso impregnado de tedio. De nuevo, el bostezo de la desidia dejó al descubierto su aire de minúsculo desamparo. Desde la penumbra del salón pude entrever la silueta entrecortada y enclenque de la colérica vieja. Estaba escoltada por dos policías de aspecto aburrido y trasnochado. Entre ellos hablaban un lenguaje críptico y urbano que no logré descifrar. Busqué, casi a tientas, el interruptor de la minicadena y asesiné con placer el insufrible sonido de la música bakalao. El silencio se instaló en el ambiente con un aire tan pontifical y solemne que sentí relajarse de repente todo el andamiaje trápala de mi maltrecha osamenta.
Parapetada tras la cadena de seguridad, Eva
les tendió mecánicamente el carnet de identidad y ni se molestó en dirigir a la
insufrible vecina su total desprecio en forma de exabrupto. Yo me escabullí hacia
el dormitorio y el cuarto de baño para borrar cualquier vestigio de nuestro
delirante delito. Afortunadamente la droga ya estaba en un lugar inviolable: el
confuso limbo de nuestros turbados cerebros.
Creo que tuvo que firmar unos papeles que
posiblemente serían la justificación documental de la denuncia impuesta. Antes
de cerrar la puerta uno de los policías tuvo el detalle de desearle buenos
días.
Eran más de las once de la mañana.
Dos días más tarde, Eva me llamó. No sé cómo
pudo obtener hasta el más pequeño detalle de toda mi identificación. Aquello no
me preocupó; al fin y al cabo mi autoestima estaba aniquilada y mi reputación
no era mucho mejor que la de una prostituta dada al alcohol y a la droga. El
motivo de su llamada me lo dejó muy claro desde el principio. Quería más droga
y yo me sentí encantado de tener una compañera con la que repartir el polvo
anémico del delirio.
Durante las tres siguientes semanas no dejamos de vernos ni un solo día. Ella recibía a sus clientes por la tarde y a mí, en exclusiva, durante toda la noche. Al caer las sombras nos perdíamos por los tugurios infectos de los peores barrios donde nos atiborrábamos de alcohol e inundábamos nuestras coanas con el perfume acerbo de la locura y sembrábamos nuestras sangres con la delirante semilla de la miseria. La excitación que veía en sus ojos enardecía mi pasión y avivaba el instinto calcinado y ruin de mi escondida maldad.
Durante las tres siguientes semanas no dejamos de vernos ni un solo día. Ella recibía a sus clientes por la tarde y a mí, en exclusiva, durante toda la noche. Al caer las sombras nos perdíamos por los tugurios infectos de los peores barrios donde nos atiborrábamos de alcohol e inundábamos nuestras coanas con el perfume acerbo de la locura y sembrábamos nuestras sangres con la delirante semilla de la miseria. La excitación que veía en sus ojos enardecía mi pasión y avivaba el instinto calcinado y ruin de mi escondida maldad.
Esnifábamos cocaína, sí; pero también nos
metíamos otras "mierdas" para contrarrestar la agitación irrefrenable que provoca
el polvo. Un día, a instancias suyas, nos preparamos un pico con speedball. Yo me resistía porque ya
sabía a donde nos conduciría aquello. En mala hora lo hicimos. Desde entonces
Eva ya no quiso otra cosa que aquella mezcla sublime de coca y “caballo” que te
transporta a paraísos delirantes y te deja colgado toda la noche al relente
mágico de las estrellas. Galopaba sin freno día y noche por los senderos
macabros de su propio exterminio. Yo siempre tuve claro donde tenía que parar,
pero Eva, —¡pobre e incauta Eva!— quiso beberse la vida de un solo trago. No
pude o no quise convencerla de su error y tal vez tampoco sentí la firme
voluntad de ayudarla. Envuelta en la espiral de su propio desvarío, la vi caer
sin remedio al abismo donde se amontonan, como chatarra vieja, los cuerpos
rotos de las gentes que no quieren poner límites a la locura.
Me aparté de su lado cuando comprendí que
nunca desmontaría del caballo patético de la ruina y que ya cabalgaba
imparable por las venas de su frágil cuerpo transfiguradas en espesos cordones
de esparto negro.
Me enseñó a tomar bazookas. Según me
contó, fue un negro jamaicano que vendía “caballo” y cualquier clase de "mierda" en “La Celsa”, el que la enseñó a prepararlos. Eva aprendió rápido. Era lista
para casi todo. En el bazooka mezclaba cocaína con hachís y “caballo”
haciéndolo burbujear en whisky, en vez de en agua. El resultado era explosivo.
Cuando lo aspiré por primera vez, un fuego de oro rojo me recorrió las venas
como si fuera una yegua desbocada que reventó violentamente en todo mi ser para escaparse luego, como si fuera un ladrón furtivo, a través de las ventanas
que le abrieron mis dos pupilas desgarradas. Me quedé casi ciego durante un par
de horas y con el pensamiento hundido en el pozo rancio del desvarío. Nunca
aspiré una cosa igual, pero tampoco quise volver a probarlo. Cuando al poco
tiempo se me clavó en los riñones el frío del “mono” y el cerebro se me tiñó
con el color pardo de la miseria, sentí mucho miedo. No lo volví a probar, para Eva, sin embargo, fue siempre su “chute” preferido.
Un día desapareció de mi vida y de su mundo
dejando vacío e impagado su pequeño y acogedor prostíbulo que era al mismo
tiempo su hogar y todo su mundo. No sé que sería de Tani, su pequeña y alérgica perrita por la que nunca tuve excesiva
simpatía. Si supiera por dónde anda trataría de rescatarla. Sé que a Eva le
gustaría.
Cuatro meses después recibí una llamada del
asistente social de un hospital de Madrid. Una drogadicta que acaba de ingresar
en estado agónico, llevaba escrito mi nombre en un papel arrugado y sucio que
atenazaba con su mano. Me costó trabajo reconocerla. El shock séptico que la
tiró del “caballo” había marcado su cuerpo con la huella indeleble del espanto.
Tenía los rizos deshilachados, los pómulos abismados, la nariz afilada y las
uñas negras. Fijé mis ojos en los suyos, que miraban a ninguna parte, y
recordé, no sé por qué, el primer día que me abrió la puerta de su apartamento vestida únicamente con toda la magnificencia de su pequeño tanga y todo el
descaro de sus erguidos senos teñidos de pocos años.
Cuando la muerte, evanescente y dulce estaba a punto de tomar su cuerpo, me di cuenta de que su párvula memoria hacía ya tiempo que había salido de este mundo. Por eso no quise decirle nada. De haberme podido oír le hubiese dicho: “Eva, mi pequeña puta, no me dejes solo. Espera un momento. Dispárame de nuevo con el dardo envenenado de tu bazooka. Esta vez será la última. También yo me iré contigo.” Pero ya no podía escucharme. A su alrededor todo era inocencia, blancura y paz. Un silencio de muerte espesa la arropó poco a poco con el sudario tenue que apenas cubría su cuerpo frágil y exangüe. Cuando expiró, la línea de su boca se estiró en una mueca extraña tratando de componer una sonrisa triste e inútil. Quise pensar que aquello lo hacía por mí. Y tal vez fuese así.
Cuando la muerte, evanescente y dulce estaba a punto de tomar su cuerpo, me di cuenta de que su párvula memoria hacía ya tiempo que había salido de este mundo. Por eso no quise decirle nada. De haberme podido oír le hubiese dicho: “Eva, mi pequeña puta, no me dejes solo. Espera un momento. Dispárame de nuevo con el dardo envenenado de tu bazooka. Esta vez será la última. También yo me iré contigo.” Pero ya no podía escucharme. A su alrededor todo era inocencia, blancura y paz. Un silencio de muerte espesa la arropó poco a poco con el sudario tenue que apenas cubría su cuerpo frágil y exangüe. Cuando expiró, la línea de su boca se estiró en una mueca extraña tratando de componer una sonrisa triste e inútil. Quise pensar que aquello lo hacía por mí. Y tal vez fuese así.
Nadie reclamó su cuerpo. Hube de hacer valer
mi poco creíble condición de pariente lejano para que no fuese enviada a la
sala de disección. En ese momento, la imagen de Charly chorreando sangre por la
nariz y la boca se me vino al pensamiento. No sé por qué Charly reaparece
siempre en los momentos más duros de mi existencia.
La cremamos una luminosa mañana de abril,
cuando los árboles y los campos ya habían decorado sus ramas y sus praderas con
el verde rabioso de la esperanza y el aire se estremecía con la fragancia
impetuosa de la vida nueva.
CONEJILLOS DE INDIAS
Fragmento de uno de los capítulos.
…En ocasiones, las alarmas saltan en
otros terrenos confundiendo extraordinariamente al médico en su práctica
clínica. Se nos aseguró, al principio de la epidemia, que el SIDA acabaría en
pocos años con la mitad de la Humanidad, una enfermedad de proporciones
bíblicas para la que no había tratamiento. Hoy en día sabemos, gracias
afortunadamente a los antirretrovirales, en qué modo un paciente con
inmunodeficiencia adquirida puede llevar una vida de muy aceptable calidad y de
qué manera se han modificado sus expectativas de vida. Del mismo modo se nos
informó, que el mal de las vacas locas (la encefalopatía espongiforme de
Creutzfeldt-Jakob) acabaría con la vida de los que consumieran determinadas
carnes de vacuno y que éstas, por tanto, habrían de ser desterradas
definitivamente de la dieta ante la imposibilidad de verificar controles
preventivos eficaces. La realidad, afortunadamente, es muy diferente. En otro orden de cosas se
admitió que la homosexualidad era la consecuencia inevitable de la
translocación de un determinado gen o que el tabaco podría reducir la elevada
prevalencia actual de la enfermedad de Alzheimer. Al día de hoy, muchas de
estas irreflexivas tesis están siendo desmontadas, simplemente, basándose en la
evidencia clínica y en la observación razonable.
Por
el contrario, hace pocos años se dijo, triunfalmente, que gracias a las
isoniacidas, al PAS y a la rifampicina, la tuberculosis no sólo había dejado de
ser un problema médico en el primer mundo sino que en pocos años quedaría como
una rareza histórica del pasado. La realidad al día de hoy nos demuestra que
potenciada por el SIDA, la antibioterapia descontrolada, los movimientos
migratorios masivos, las penurias y otras miserias que no han dejado de acosar
al ser humano, la tuberculosis ha rebrotado con una fuerza y una prevalencia
tal, que ha vuelto a constituirse, nuevamente, en uno de los problemas más
graves de salud pública.
Estoy
convencido de que en muchos aspectos la sociedad actual está yendo por delante
de la clase médica en determinados conceptos que mucho tienen que ver con la
salud y más aun con la calidad de vida.
La
clase política responsable de los asuntos sanitarios, a veces, corre aterrada
por delante de los acontecimientos para tratar de salvar sus posibles
responsabilidades en aras de una preservación de su imagen y actividad. El caso
más palmario lo tenemos estos días con la tan traída y llevada gripe porcina,
recalificada como gripe A. Cada día se dicen cosas nuevas y las estrategias
terapéuticas y preventivas cambian casi de hora en hora. Los médicos andan
desconcertados y los ciudadanos más aún. Se dijo, en un principio, ante las
primeras muertes mexicanas y argentinas, que la población mundial quedaría
diezmada por esta virasis. Ahora, y a la vista de la evolución clínica, se ha
corregido la plana para venir a decir que su morbimortalidad global no será más
elevada que la de la gripe estacional.
Sigue
muy confuso el tema de la vacunación antigripal; no se tiene certeza respecto
del número de dosis a administrar, su especificidad, su seguridad, su eficacia,
sus interacciones y sobretodo sobre los diferentes grupos de riesgo a los que
habría que aplicarla. Desde mi punto de vista podría resultar arriesgado una
preparación tan rápida como la que lleva la industria farmacéutica para “llegar
a tiempo”. A tiempo ¿de qué? ¿de no perder cuota de mercado cuando la gripe
haya efectuado sus dos oleadas y la vacunación ya no sea necesaria?
En
la década de los setenta, un joven soldado americano falleció a consecuencia de
una extraña virasis no sin antes contagiar a algunos de sus camaradas de
cuartel. En éstos el proceso viral fue banal y exento de complicaciones. No
hubo más fallecidos. Cuando se analizaron las características del agente
causal, éste resultó ser un virus del grupo H1N1 (familiar del que actualmente
es el causante de la gripe A). Estructuralmente era similar a los virus que
provoca la gripe porcina y la aviar pero no más ofensivo que sus homólogos.
Alarmados los responsables de la Army americana y presionados por su
presidente Gerald Ford, se apresuraron a preparar, en el menor tiempo posible,
una vacuna contra aquel proceso viral que fue rápidamente administrada a todo
el acuertelamiento. Los resultados
no fueron favorables. La rápida preparación de aquella vacuna no permitió una adecuada amortiguación
de los componentes virales necesariamente atenuados para generar anticuerpos
antigripales capaces de preparar
en la lucha al sistema inmunológico de los vacunados y posteriormente
contagiados. Fue, sin embargo; alarmante que en el período post-vacunal se
observaran algunas encefalitis no graves y síndrome de Guillem-Barré (parálisis
fláccida ascendente) de evolución favorable. El curso clínico de los afectados
por aquella gripe no revistió gravedad alguna.
Muchos
gobiernos están acumulando a un precio muy alto gran cantidades de antivirales
(Tamiflú) cuyo uso ya ha demostrado una baja actividad terapéutica curativa y
un nulo efecto preventivo. No obstante, conviene señalar las altísimas
cotizaciones bursátiles que se han venido produciendo en las farmacéticas
productoras de esta clase de fármacos desde que se anunciaron sus “posibles
beneficios” en el tratamiento de la gripe A complicada.
En
otro orden de cosas, hoy en día, por ejemplo, estamos observando una vuelta
positiva hacia ancestrales modos de vida que la hacen más natural y confortable
sin que ello entrañe ningún riesgo para la salud. En Finlandia es común que
muchas mujeres den a luz en las saunas, del mismo modo que algunas europeas traen
sus hijos al mundo sumergidas en bañeras acondicionadas con aguas cálidas y
acogedoras y tampoco es menos
cierto que muchas mujeres americanas hayan decidido alumbrar a sus bebés en el
propio domicilio familiar asistidas por otras personas próximas en un ambiente
absolutamente entrañable e íntimo. No cabe, desde luego, duda alguna, de que el
maravilloso acontecimiento que supone la llegada de una nueva vida al seno
familiar se celebra mucho más positiva y festivamente en un ambiente íntimo que
entre las frías y despersonalizadas paredes de nuestros modernos y pulcros
paritorios.
El
que escribe estas páginas, hijo de un pediatra, nació en el mismo lecho en el
que probablemente fue concebido por sus padres, y como él, llegaron al mundo sus otros cinco hermanos.
Jamás tuve noticias de que mi madre, mis hermanos o yo mismo tuviésemos alguna
complicación perinatal seria. Por el contrario, imagino que aquel ambiente
cargado de emociones, de aguas y paños calientes, de idas y venidas, de prisas
y de miradas circunspectas y cómplices entre la matrona y el tocólogo, harían
de aquel acto tan natural y sublime una fiesta que jamás olvidaría nadie.
No
pretendo con lo anterior desmontar o deslegitimar los progresos de la Medicina.
Al contrario; baste recordar para ello que las expectativas de vida a
principios del siglo XX apenas sobrepasaban los 40 años. Las infecciones
constituían la primera causa de mortalidad, del mismo modo que la apendicitis
aguda segaba inexorablemente muchas vidas jóvenes; el hambre endémica favorecía
el desarrollo de numerosas enfermedades carenciales que hoy ya no existen y la
supervivencia a las enfermedades infantiles se consideraban auténticos
milagros. Las vacunas han constituido probablemente el mayor logro de la
ciencia médica a lo largo de toda su historia, recordemos, por poner tan sólo
algunos ejemplos, la viruela, el tétanos, difteria, tos ferina, poliomieltis,
etc.. Las nuevas vacunas contra la malaria, el Chagas o el propio SIDA
supondrán nuevos éxitos médicos de proporciones inimaginables. La vida se ha
prolongado extraordinariamente en el pasado siglo y se espera que se haga más
larga todavía a lo largo de la centuria que estamos viviendo, pero habría que
colocar no obstante algunos considerandos para no pecar de excesivamente triunfalistas.
No
he conseguido darme, en mis muchos años de investigador clínico, una respuesta
tranquilizadora ni coherente a muchas de las inquietantes preguntas que hemos
formulado anteriormente. En las páginas que siguen vamos a tratar de ir pormenorizando
cada una de ellas, no con la idea de dar una respuesta resolutiva y válida sino
para estimular la conciencia del lector, con especial interés hacia aquellos
que hacen investigación biomédica o para los jóvenes médicos que se sienten muy justificadamente atraídos por esta
apasionante disciplina del conocimiento.
Quiero
también que el público en general, que es en definitiva el recipiendario de los
progresos médicos, sea conocedor de lo que se cuece en las cocinas de la
investigación médica porque es él, en definitiva, quien a través de su sufragio
el que podrá estimular el desarrollo de la ciencia y el que con su actitud
marcará el futuro sendero por donde deba discurrir la búsqueda de la verdad
científica.
Con
este fin he preparado esta monografía que va dirigida tanto a médicos como a
pacientes así como a la población general. He buscado para ello el uso de un
lenguaje coloquial, no excesivamente técnico, comprensible para la mayoría,
aunque en ocasiones la terminología pudiera resultar poco familiar o incluso
extraña. Para hacer el texto más amigable se ha ilustrado el libro con viñetas
humorísticas que rebajen el tono, a veces árido, y lleguen a hacer incluso
divertida la lectura de estas páginas.
DESDE EL DIVAN DE FROIS:
LA CHINA (Relato nº 1.)
LA CHINA (Relato nº 1.)
Dos hombres están apoyados en la barra de un bar
de copas. Para facilitar la comprensión del diálogo llamaremos a uno el hombre
uno y al otro el hombre dos. Pasan de los cincuenta pero ya les debe quedar muy
poco para doblar la esquina que los meterá de lleno en la pesadumbre de los
sesenta, la década de la decadencia irremediable, la de la calvicie y los
surcos en el rostro, la de la próstata y el viagra, la de la memoria amarga
turbulentamente mezclada con la de la memoria blanca. Son más de las tres de la
noche pero ninguno es consciente del paso del tiempo. Llevan tomados en licores
fuertes más de lo que la prudencia enólica aconseja. Sienten que les flaquean
las rodillas, que la acuidad visual se difumina, que la lengua está tomando una
textura parecida a la del estropajo y que los estómagos llevan un rato dando
vueltas como molinillos locos tratando de deshacerse de algo que les sobra. El
hombre uno bebe un trago largo, se seca los labios con la bocamanga de una
chaqueta de tweed verdoso, un
poco anticuada, y muy seriamente va y le dice al hombre dos: Me apetece una
china.
Al principio el hombre dos no
entiende en su desneuronado cerebro lo que el hombre uno quiere transmitirle
desde su abotargada cabeza, entre otras cosas, porque a esas horas de la noche,
los dos están a punto de perder (si no lo han perdido ya) el uso de la razón.
El ambiente neblinoso del antro no ayuda demasiado al esclarecimiento de las
confusas ideas que a esas horas presentan las mismas dificultades, para un
desarrollo coherente, que un crucigrama de concurso. Ni siquiera el humo de los
cigarrillos ni la estridente música ambiental es justificación suficiente para
que todo se esté volviendo cada vez más turbio. El camarero les ofrece otra
copa. El hombre dos le dice al hombre uno que ni una más. Pero el hombre uno
insiste; no solamente quiere otro vodka con naranjada de bote sino que se
empecina en su propuesta inicial y eleva inconvenientemente el tono de voz: Ya
te he dicho que me apetece una china y no pararé hasta que la consiga. El ayudante
del barman, un muchacho con pinta de indio guaraní, mueve la cabeza a un lado y
a otro como diciendo: la lleva buena.
El hombre dos, en su confusión mental, piensa en
Isabel Preysler pero de inmediato desecha la idea por descabellada. A lo mejor
lo que quiere el hombre uno, barrunta, es una china de marihuana o de hachís o
de otra cosa más fuerte pero también descarta por estrafalaria esa disparatada
posibilidad. Sabe que el hombre uno está enganchado al alcohol pero tampoco
tanto. Lo conoce bien y le consta que jamás tomó otra droga que la de los
sinsabores de una mala vida.
Yo no estoy para ir de putas, le responde, al
fin, el hombre dos sin que en sus palabras haya un sentido de coherencia
convincente. También puede que le dijera: Vamos donde tú quieras, hombre uno,
total a estas alturas de la noche lo mismo me da mear, joder que cantar ópera.
La música del antro es repetitiva y cansina y suena como un mantra
rudimentariamente metálico al que le hubiesen privado del ochenta por ciento
del conjunto de todas las notas de la escala de sol. Cuando se detiene a
pensar, deduce que lo que verdaderamente tuvo que decirle el hombre uno fue lo
primero, es decir; que de putas no iba a esas horas de la noche. Además, para
enfatizar su argumento, añade, ponte a estas horas a buscar una puta, que tenga
los ojos pequeños y torcidos y que encima se exprese en una lengua
incomprensible con la que no puedas ni ajustar el precio.
El hombre uno se desespera y apremia al camarero para que
le sirva lo que ya le ha pedido tres veces. Al fin lo consigue y paga. El
hombre uno siempre paga a medida que va consumiendo, sospecha que de no hacerlo
así, al final le cobrarán más copas de las que consume. Le ha pasado otras
veces. En ocasiones ha tenido que llamar a la guardia urbana para que terciara
en el conflicto. Bebe el vaso en dos tragos largos separados por las seis o
siete caladas seguidas que le da a un cigarrillo sin filtro. Chasquea la
lengua, se atusa el pelo revuelto que le cae en mechones sudorosos y lacios por
la frente, se afloja un poco más el nudo de la corbata y entonces le pide al
hombre dos que escuche con atención lo que quiere contarle para que le
comprenda y le ayude. Me apetece una china, insiste, pero no para follarla esta
noche y dejarla marchar como si tal cosa. Me apetece una china para todos los
días de mi vida ¿entiendes? ¿Quieres decir como chica de servicio? ¿cómo
asistenta o algo así? ¿para que te haga fideos chinos y ensalada de brotes de
soja?, pregunta atónito el hombre
dos. Tú no puedes comprenderlo, contesta el hombre uno. En realidad tú no eres
capaz de entender casi nada. Llevas años y años uncido al yugo y no eres capaz
de mirar más allá de tus narices para saber que hay otros mundos muy distintos
a los que ahora vivimos, a los que nos obligan a vivir. Tu eres incapaz de ver
que en el fondo de este vaso que ahora bebo, que en el fondo de ese vaso donde
tú dejas tus jodidas babas, estamos ahogando definitivamente muestro maldito
pasado y por lo que a mí respecta, yo estoy completamente decidido a acabar con
él. Tú puedes hacer lo que quieras con esa mierda de existencia que tienes,
allá tú. No lo vas a entender. Es difícil explicártelo y menos aun resumirlo en
una escueta sinopsis para la que no te veo preparado.
El hombre dos con un pañuelo manoseado se suena estruendosamente la nariz por hacer
algo distinto. Luego rebusca en el bolsillo de su chaqueta, y al no encontrar
lo que quiere, va y le dice al hombre uno que le de un cigarrillo. Lo enciende,
aspira fuertemente la primera calada y echa el humo hacia arriba como buscando
que desde lo alto le llegue la lucidez para entender las confusas ideas que le
vienen de frente. Llevo tiempo, sigue el hombre uno, analizando, confrontando y
cruzando datos profesionales comerciales, personales y familiares y no consigo
armonizar los unos con los otros y sin armonización coordinadora, amigo mío,
nada es posible. Por eso quiero una china, porque se que con ella volvería todo
a su cauce. Las orientales tienen un sentido de la matemática y de los
equilibrios armónicos que a nosotros nos faltan ¿No lo entiendes? No, dice
escuetamente el hombre dos a quien se le acaba de caer la ceniza de su
cigarrillo sobre la corbata y cada vez se le nota mayor pastosidad lingual
cuando quiere pronunciar las erres, pero de todas formas, me gustaría saber qué
tiene que ver todo esto con la china. Es fácil de comprender. Mañana cuando se
te haya pasado la borrachera lo verás claro como la sopa de los asilos, pero
hoy tengo que anunciártelo para que estés prevenido, para que cuando oigas la
noticia digas: ¡Ah, claro! Yo ya lo sabía y porque además quiero que estés
plenamente persuadido de que aborrezco la violencia y el derramamiento de
sangre. Ya, dice el hombre dos mientras tose espasmódicamente. Pero si no me
das más detalles seguiré sin entender lo de la china.
La vida está hecha de complementos duales que los mortales
simplones, como tú, no acabáis nunca de comprender. Las gentes de tu condición
creen, por ejemplo, que pene y vagina constituyen una unidad cuya conjunción
habría que buscar continuamente. Ese es vuestro error. La confusión parte de la
equivocada visión de conjunto que tenemos de los órganos impares y más aún de
los pares cuando la mayoría de ellos, salvo los ojos y los oídos, sirven para
muy poco por no decir para nada. En este preciso instante tú estás haciendo
únicamente un uso parcial de tus ojos y tus oídos, los demás órganos no te
sirven para nada, excepto los pulmones (órgano par) para meterte un poco de
aire y el corazón (órgano impar) para impulsar el oxígeno que le llega desde
los pulmones. De los demás puedes prescindir. ¿No lo entiendes? Hay un gurú en
la India que lleva toda su vida sin comer ni beber y por tanto sin mear ni
cagar. Y ahí le tienes. Tan pancho. Sólo los gurús saben cómo vencer las trampas
naturales. Perdona, pero sigo sin comprender que pinta la china en este
embrollo, dice el hombre dos. Otro día te lo explicaré, le replica el uno
mientras le pide otra copa al camarero. El barman le sirve otro vodka con zumo
artificial de naranja. El hombre uno la paga y sigue bebiendo.
Explícamelo hoy, dice en tono suplicante el hombre dos.
Cuándo estás lúcido eres claro como el agua que baja en primavera de los riscos
de la sierra pero cuando estás algo tomado, como ahora, eres sencillamente
sublime, exquisito, un libro abierto erudito y culto pero que necesita de notas
aclaratorias al margen para que te podamos entender los que no estamos a tu
nivel. Sigue, por favor, y explícame qué tiene que ver la china en todo esto.
El hombre uno apura su vaso y, con paso vacilante, se encamina a los lavabos.
Está ausente unos quince minutos durante los cuales el hombre dos aprovecha
para poner su cerebro en blanco de modo que pueda estar más receptivo cuando
vuelva el hombre uno. Cuando regresa, el hombre dos nota que el hombre uno se
ha recolocado el nudo de la corbata, se ha humedecido el cabello peinándolo
hacia atrás y se ha remetido el bajo de la camisa que antes de ir al WC lo
tenía medio salido. Sospecha que ha vertido todo el excedente líquido que
inundaba sus entrañas; hígado, estómago y ampolla rectal. Se le va más aliviado
y más lúcido, también. Lo único que admiro de ella, si es que de ella se puede
admirar algo salvo su capacidad para hacer daño, dice el hombre uno sentándose
en una de las banquetas de la barra que han dejado libre, es su extraordinaria
habilidad para perder el tiempo. Puede pasarse horas y horas sin hacer nada
pero dando al mismo tiempo la sensación de que incluso en eso, está empleando
todo el esfuerzo que le permite su naturaleza perversa. Es una verdadera
artífice de las peores estratagemas. No tiene parangón, o al menos yo nunca he
visto en ninguna mujer las atroces habilidades que ella tiene para esto. ¿La
china? , pregunta estupefacto el hombre dos. ¿Ves cómo no entiendes nada? Ahora
no hablo de la china. Ahora estoy refiriéndome a las indecorosas propiedades
que adornan a la mujer que lleva amargándome los últimos veinte años de mi vida
y de la que quiero desprenderme cuanto antes para reemplazarla por una adorable
china.
¡Ah!, responde con la boca muy abierta el hombre dos que cada vez más confuso se ve obligado a
reclamar al barman otro gin-tonic con mucho gin, sin hielo y con media tónica,
con la vaga esperanza de que eso le ayude a recomponer su desestructurado
cerebro. O sea, le sugiere, que estás en proceso de divorcio ¿no? ¡Bebe! le ordena sin dar respuesta el hombre
uno.
Luego tenía yo razón, dice el hombre dos. Lo que
pretendes es cambiar la blanca que tienes en casa por la amarilla que aun debe
de estar en China sin saber la que le espera. Como teoría no lo veo mal aunque
permíteme que te plantee mis dudas al respecto. No te va a ser fácil trasladar
tus deseos desde la teoría a la práctica. Vamos; digo yo. ¿Entenderías, dice el
hombre uno, quien no presta atención alguna a las palabras que le dirige del
hombre dos, que ha llegado al
extremo de robarme hasta mi misma sombra? ¡Nooooo!, dice con estupor el hombre
dos. Y añade -: ¿la sombra? Entonces el hombre uno le pide al hombre dos que se
distancie un poco y que se coloque sin moverse a algo menos de un metro de la
pared de enfrente. En esas circunstancias difíciles de mantener por mucho
tiempo, el hombre uno coge una de las lamparitas que dan una luz tenue a las
múltiples mesas del bar y la levanta a la altura de la frente del hombre dos.
La mueve a izquierda y derecha, arriba y abajo y entonces le pide al hombre dos
que lentamente se gire y mire hacia la pared que tiene a su espalda. ¿Qué ves?
, pregunta. La pared, responde el hombre dos. ¡No seas estúpido, hombre! le reprocha
el hombre uno. ¡Estás viendo tu sombra bamboleándose al compás de los
movimientos que yo provoco con la lámpara! ¿Lo captas, ahora? Ahora sí, dice,
convencido, el hombre dos. Terminada la experiencia que deja al hombre dos frío
como un témpano y atónito por la extravagancia del amigo, el hombre uno le pide
al dos invertir los papeles, de forma que sea él quien se coloque inmóvil
frente a la pared en penumbra mientras que sea el hombre dos quien tome la
lámpara con la intención de reproducir sobre el muro la sombra que debe proyectar
el cuerpo opaco del hombre uno. El hombre dos obedece sumiso mientras que el
hombre uno ya se ha colocado tieso como un palo en la posición que antes
ocupaba el hombre dos. Es entonces cuando un escalofrío recorre de norte a sur
la espalda del hombre dos erizándole todos los pelos de su cuerpo, porque por
más que mueva la lámpara a derecha o a izquierda, arriba o abajo, no aparece
sobre la pared de enfrente sombra alguna. El hombre uno pide al dos que repita
el procedimiento una y otra vez y por más que lo hace en ningún momento ha sido
capaz de ver la proyección del cuerpo del hombre uno sobre el muro.
¡Efectivamente el hombre uno no tiene sombra, alguien se la quitado! piensa
entre la certeza y la incredulidad el hombre dos, a quien se le acaba de caer
el cigarrillo que sostenía entre los labios. Deja la lámpara en su sitio, bebe
de su vaso un trago largo, enciende otro cigarrillo y con el alma ahogada en la
duda pregunta al hombre uno: ¿Dónde está el truco? ¡No hay truco! responde el
hombre uno. Perdí mi sombra hace cinco años en la festividad de las Ánimas
cuando me negué a acompañarla al cementerio para dejar, como siempre hacíamos
en esas fechas, flores en la tumba de su madre. Me maldijo y me amenazó
diciéndome que algo terrible me acompañaría el resto de mi vida. ¡Ahí tienes la
prueba! concluye el hombre uno rascándose una rasposa barba de veinticuatro
horas. ¡Se llevó mi sombra!
Lo he visto, dice el hombre dos. He sido testigo
directo y único y como tal lo acreditaría allá donde se me pidiera, pero estoy
seguro de que en cuanto desaparezca de tu vida esa mala mujer recuperarás tu
sombra, dice el hombre dos, como para quitarle hierro al asunto. ¡Ni lo
sueñes!, sentencia con amargura el hombre uno. Lo he consultado con los mejores
expertos en sombras y todos me han asegurado que lo mío es irrecuperable. Pero
no me preocupa; estoy tranquilo. En mayor o menor medida, todos tenemos que
pasar por esto. A mí ya me ha llegado y casi me he acostumbrado a ello, pero de
la misma forma que me entró (como algún día te entrará también a ti) me llegará
la salvación y con ello la desaparición del dolor y la zozobra. Hay más cosas. Todo empezó a raíz del último
parto. No lo deseaba y una vez nacida la criatura se quedó como introvertida y ya
no ha habido forma de sacarla de ese estado inconsistente que arrasa con todo
lo que hay a su alrededor. Hace cosas extraordinariamente raras que me invitan
a pensar que pudiera estar poseída. Para que te hagas una idea; un día le quitó
el imponente bigote al retrato de mi abuelo que preside una de las paredes del
comedor. Yo estoy muy orgulloso de mi abuelo. Fue un brillante diputado durante
la República; fue él quien organizó por la frontera francesa de Port Bou el
éxodo masivo de perseguidos a principios del treinta y seis. La fotografía,
obviamente en blanco y negro, tomada a finales de los veinte, es una pieza
única del arte del daguerrotipo. Mi abuelo luce un porte señorial y distinguido
realzado por el empaque que le da un bigote espeso de puntas engominadas. Yo me
pasaba horas mirándolo, hasta intenté, sin conseguirlo, en una etapa tonta de
mi vida dejarme un mostacho como el de mi abuelo, más por honrarle que por otra
cosa. Pues bien; para fastidiarme, un buen día, y sin que los expertos hayan podido
descifrar el misterio, el bigote de mi abuelo desapareció del retrato. Me gasté
mi dinero tratando que restauradores fotográficos me dieran, primero una
explicación sobre aquel hecho insólito y segundo, para que retocándolo
debidamente repusieran en el imponente belfo de mi antepasado aquella rebosante
mata de pelo varonil que tanto yo había admirado desde que tuve use de razón.
No lo consiguieron. Ella se hace de nuevas cuando le insinúas su implicación en
tamaña felonía pero yo estoy convencido que ella y sólo ella ha sido la
artífice de tal diablura valiéndose de recursos que prefiero ni nombrar. ¿Y la
china?, vuelve a insistir el hombre dos. ¡La conseguiré! sentencia triunfante
el hombre uno, y cuando ese día llegue viviré con ella en un mundo aislado de
lo que hoy nos amarga y nos oprime, en una isla desierta o en una fortaleza de
muros inexpugnables rodeados por un inmenso foso donde gigantescos cocodrilos
disuadan a los curiosos de intentar un asalto temerario. ¿Y por qué tiene que
ser china? inquiere estúpida y nuevamente el hombre dos ¡Ah, ignorante amigo
mío! dice con suficiencia el hombre uno. Qué poco sabes de la vida y cuánto
ignoras de la condición femenina y de sus imprevisibles manifestaciones que
están íntimamente más ligadas a su cultura que a su misma genética. Las mujeres
chinas son el compendio de todas las virtudes femeninas y son ellas y solo
ellas, las únicas capaces de transferir al varón, tocando el trasunto con su
gracia, para colmarlo de una felicidad que es solamente comparable a la que se
describe en Las Cien Tablas del Shang
Shing. Por eso anhelo tanto compartir el resto de mis días con una china
y cuanto más oriental se muestre tanto mejor. Puede que tengas razón, tercia el
hombre dos, que para esas alturas del diálogo ya ha perdido completamente el
hilo conector. Y digo yo: ¿tiene que ser forzosamente china? ¿No te da igual
una tailandesa, una filipina, una japonesa? Veo que sigues sin entender nada,
responde con desánimo el hombre uno. Vámonos. Ya es tarde.
Hace frío cuando los dos hombres abandonan el bar. Conforme la noche se desvanece
el día se va acristalando en el color de la tristeza. El hombre uno piensa que
será una jornada tan cargada de malos presagios como las cinco mil últimas que
guarda celosamente en su memoria. Son pensamientos suyos que por lealtad a su
memoria no desea compartir con el hombre dos. Es posesivo de lo cree que le
pertenece y quiere guardar para sí
sus sentimientos desesperanzados. Es casi lo único que le va quedando. Eso, y
la memoria. Se despiden sin ninguna efusión. El hombre uno toma la acera por la
derecha y el hombre dos por la izquierda. A los pocos pasos son conscientes de
que han errado el camino. Dan media vuelta y con precisión matemática, para no
volverse a perder, cada uno toma la senda acertada; el hombre uno hacia la
izquierda y el hombre dos a la derecha. Los ritmos de las zancadas son
idénticos; como si llevasen ensayado el paso desde mucho tiempo atrás, como si
ambos hubieran hecho el servicio militar en el mismo regimiento. Cuando se
cruzan no se ven y por tanto, no se saludan. Cada uno va envuelto en sus
propias cavilaciones. Antes de llegar a su calle el hombre dos se apoya en la
barandilla del puente y se entretiene viendo el paso incesante de los primeros
trenes de cercanías mientras apura su último cigarrillo. Una china tal vez no,
piensa embarulladamente, pero una perlita del Caribe no estaría mal, pero
¿dónde encontrarla? Se acuerda súbitamente de su esposa y percibe que sus
neuronas comienzan a chocar entre sí buscando la estrafalaria excusa que le
permita dar una estúpida explicación de su trasnochada noche.
Antes de meter la llave en la puerta de su casa, el
hombre uno se detiene en seco, piensa en la china y vuelve sobre sus pasos. Se
acomoda en uno de los bancos más apartados del parque cercano. Se tiende y se
envuelve en su abrigo. Con la bufanda se organiza una almohada rudimentaria e
incómoda. No le preocupa la hora del despertar. Al día siguiente no tendrá nada
que hacer. Dos meses antes le han despedido de la gestoría donde ha consumido
los treinta años más grises de su vida. Un plan de reestructuración laboral, le
han dicho, como excusa. En pocos segundos cae en un sueño inestable. Sueña en
frío y en blanco y negro y en seguida empieza a caminar con paso cansino por una
inmensa muralla de piedra a la que nunca ve el fin. Desde el sueño van cayendo,
desde un cielo rabiosamente azul, algodonosos copos de nieve blanca que cubren
cálidamente su cuerpo helado.
El hombre dos es ingeniero de minas. Trabaja para una empresa de sondeos. Un par de meses más
tarde lo envían como supervisor de unas prospecciones a un país del sudeste
asiático. Vuelve a los tres meses harto de comer arroz con verduras al wok y gambas cantonesas. Está cansado de
follar con mujeres asiáticas que a su modo de ver son excesivamente pasivas y
artificiosamente complacientes y sumisas. Al llegar a su casa abre la maleta y
obsequia a los suyos con unos convencionales souvenirs made in Taiwan. Luego toma
el teléfono y marca el número del hombre uno con quien ha perdido el contacto
desde la noche de la última borrachera. “Homble no estal “, le responde una estridente voz
femenina como sacada de la versión original de 55 Días en Pekín. Señol fuela. Yo no habla español”, continua entrecortada la extraña voz. “Tú llamal más talde. Una hola o dos”. Y sin añadir más, cuelga.
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