EL DECLIVE
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LEO
El féretro de Elías acaba de ser engullido por
la trampilla que lo arrojará al horno crematorio. El silencio de la pequeña
capilla es total.
“Sin amor la vida es un vacío donde uno se muere de tristeza”, solía
decir él. “Sin amor el recuerdo
retuerce las entrañas para seguir haciendo daño”, piensas tú.
Madrid.
Primavera de 1969.
La ciudad está iluminada por un sol tardío y
en declive.
A la hora de la cita cientos de estudiantes se
han congregado en la plaza para iniciar la protesta y dar así testimonio de su
oposición al régimen mortecino, para agitar banderas nuevas que hablan de
cambios y libertades. De sus cambios,
de sus libertades. Dicen que la
ansiada hora está a punto de llegar y eso ilusiona a las gentes, a los
crédulos, a los que quizá aun no hayan vivido el tiempo suficiente para dudar
de todo, para desconfiar del hombre. El gobernante y su régimen agonizan sin
remedio. Nada va a quedar atado. Todo va a renovarse, milagrosamente, desde los
mismos posos de su vieja esencia para rabia de algunos, para perplejidad de
muchos, para regocijo de la mayoría.
Sin mucha convicción te has sumado a la multitud, más empujado por la
curiosidad y el compromiso que por los ideales que enarbolan tus compañeros de
la facultad de periodismo, hasta has agarrado una bandera tricolor que no sabes
bien qué significa ni para qué puede servir. Para qué sirve un banderín de
tintes revolucionarios en un país donde parece que todo estuviese
predeterminado desde el inicio de su historia. Los cabecillas de la
manifestación, los líderes del movimiento estudiantil, los corifeos todos,
vociferan por los megáfonos consignas rimadas que los demás repiten,
mecánicamente. Creen que en esos mensajes va escrita la redención de un pueblo
viejo y sin remedio. La turba se mueve errática y con recelo, con miedo. Todo
debe ser destruido para que todo pueda ser renovado y dejarlo como siempre.
Alguien da la voz de alarma.
Y como el rayo que rasga el cielo sereno la carga policial se echa
encima del gentío golpeando ciegamente todo lo que encuentra. Dan fuerte y sin
piedad. Tiras el banderín y corres como los demás, alocadamente, buscando algún
portal abierto que te de cobijo. Dan fuerte y sin piedad, con saña. “Rodríguez,
no me jodas y no me blandees ahora, agarra fuerte la defensa y que no escape
vivo ni uno solo de esta pandilla de maricones. Pega hasta que revienten.”. Es
la voz airada del jefe de la brigada dirigiéndose a uno de sus enloquecidos
guardias. Impresionan montados en sus imponentes caballos. Dan miedo y
sobretodo dan fuerte, golpeando todo lo que pillan. Cuando al fin logras cobijo
en el portal entreabierto te chocas con ella. Está acurrucada detrás de la
puerta medio cerrada. Llora y tiembla todo a un tiempo y no hay forma humana de
poder tranquilizarla. La caballería se oye cerca. Los cascos de los caballos
contra el adoquinado te martillean los oídos y te confunden el ánimo. Piensas
que de allí no vas a salir vivo. Tu pesimismo habitual aflora sin remedio.
Buscan a los que se han refugiado para cercarlos y cogerlos y tú eres uno de
ellos, pero ¿ella? ¿qué hace aquella desvalida en aquel lugar y a aquella hora
tan inoportuna? Quisieras
peguntárselo pero no es el momento. Tiene el pelo revuelto, las medias rotas y
una rodilla desollada. Uno de aquellos energúmenos le ha sacudido la espalda
con su cachiporra poniéndola a los pies de los caballos. Milagrosamente no la
han pisoteado. ¿Cómo se puede acudir a una manifestación callejera con falda,
tacones y medias? En medio del desbarajuste aún te da por pensar en cosas
estúpidas y que no hacen al caso. Siempre has sido muy crítico con los modos y
modas de los demás sin reparar que tú mismo incurres fácilmente en lo que tanto
enjuicias. Lo importante ahora es escapar, esconderse, que no te alcancen, huir,
porque si te cogen ya sabes lo que te espera: el furgón y los sótanos de la
DGS, los interrogatorios, las amenazas hechas carne tumefacta, los golpes secos
y húmedos, y al final la visita del abogado amigo de la familia y la bronca del
padre mezclada a partes iguales con el lamento lacrimógeno de la madre.
Quedarás fichado en los archivos policiales y eso sería una lacra insalvable
para tu futuro.
Oyes una voz sorda que te llama desde el piso de arriba. Os están
invitando a subir. Os están brindando refugio y una posibilidad, tal vez la
única, de escapar de aquel encarnizamiento irracional. La coges de la mano con
fuerza y a tirones la haces subir los peldaños de dos en dos. Mientras ella te
sigue, tragándose sus lágrimas, tú tratas inútilmente de ocultar tus miedos
aparentando una templanza que nunca acude en tu auxilio en casos como éste.
Tiemblas visiblemente y el corazón quiere salirse de la caja de tu pecho para
huir hacia no se sabe dónde.
El viejo con cara de cachimba turca os mete a empellones y cierra
rápidamente la puerta. A través de un pasillo oscuro os hace pasar a una cocina
mal iluminada por un fluorescente de agónico centelleo.
—¡Demonios de muchachos! —os dice, entre enojado y conmovido—. Tendríais
que haber vivido lo que viví yo para no querer andar nunca más con estas
algaradas. Os acabarán matando por vuestra estúpida causa que no interesa a
nadie. Conozco a esa gente. Quedaos aquí y no os mováis. ¡Demonios de muchachos!
—vuelve a repetir y mira hacia atrás como si le siguiese alguien.
La casa huele a orines y la cocina donde estáis a puchero de repollo y a
pedo de lombarda. Todo está en penumbra, como dando a entender que en aquella
casa sólo habita la vejez en espera de la muerte. La vieja de piel pergamino se
está secando las manos con el pico de su delantal y os echa una dudosa mirada,
mezcla de desconfianza y desprecio. Saca un vaso de la alacena, lo llena de
agua del grifo y se lo tiende a la muchacha.
—Primero ella —dice, mirándote con desafío—. Luego tú.
La vieja es tuerta y cojea sin recato. Su ojo derecho ha sido engullido
por el glaucoma y con cada paso su cuerpo se balancea como un limpiaparabrisas.
El viejo va y viene desde la
cocina a la sala que da a la calle. Va de puntillas y pega la oreja a la
ventana cerrada tratando de saber qué está pasando abajo. Las persianas están
echadas.
—Siguen dando —dice cuando vuelve.
Luego saca una petaca de picadura y echa unas hebras en un papel bambú.
Lía el petardo con parsimonia dejándolo en un extremo de sus comisuras. Le
prende fuego y aspira lo justo para que encienda y se vaya consumiendo solo.
Cierra el ojo por donde la pequeña columna de humo tiende a cegarlo. Es ahora
cuando de verdad su rostro ajado por el tiempo parece una cachimba turca. No se
ha puesto la dentadura postiza y los labios se le hunden lastimosamente en la
oquedad arrugada de su boca. Con una mano coge la petaca y te la tiende
ofreciéndote que lo acompañes. Agradeces la oferta y la rechazas. La mujer sube
el volumen de la radio y sigue con su faena. Tan pronto friega un cacharro como
tiende la ropa en la pequeña galería por donde la cocina se abre al patio
vecinal. Parece que ya no le interesáis. Desde la ventana de enfrente una
mujerona de más de cincuenta la llama por su nombre. Quiere saber qué está
pasando abajo. La vieja responde que no sabe ni ha oído nada.
La muchacha de las lágrimas se llama Lucía y está en segundo.
Tú nunca la has visto en tu facultad y te extraña porque es demasiado
bonita para que pase desapercibida. El vaso que le ha ofrecido la vieja de
mirada hosca le tiembla en las manos y el agua se derrama por su barbilla
cuando quiere llevárselo a los labios. Un reguero oportuno, que ha cogido su
cauce natural, se ha empezado a deslizar
por el canal entreabierto de sus pechos. La muchacha detiene el cauce
con sus dedos y tú percibes entonces la magnífica tersura de sus dos tetas,
casi recién estrenadas. Os miráis pero ella hace como que no te ve, desvía su
mirada y con palabras entrecortadas agradece a los viejos su ayuda. Todavía
tiembla y de vez en cuando todo su cuerpo se estremece espasmódicamente en una
convulsión involuntaria pero ahora, al menos, ha dejado de lloriquear. Se atusa
el pelo revuelto y sin ningún recato se suena los mocos con estruendo. Pide permiso
y desde la sala contigua llama a alguien por teléfono. No puedes saber con
quien habla pero cuando vuelve está más relajada y manifiesta intenciones de
abandonar la casa. La vieja se lo impide. Desde la escalera aun se escucha el
tumulto callejero y las sirenas de la policía. Dice el viejo que los guardias
han entrado en el portal y se han llevado por lo menos a dos. Los forrarán a
guantazos para no sacarles del interrogatorio nada que les pueda interesar; ni
son activistas prosoviéticos, ni trabajan para ningún peligroso partido
clandestino que pretenda desestabilizar el sistema, son simplemente jóvenes
estudiantes en edad de protestar. Han ido a la manifestación, como la
mayoría, tan sólo para proclamar su
desacuerdo por cosas que tampoco tienen claras. Es la infatigable rebeldía de
los pocos años. Mañana, en la facultad, las octavillas dirán quienes han sido
los detenidos y vuelta a empezar; más arengas, más huelgas y más
manifestaciones ilegales para que los liberen. Es el cuento de nunca acabar, hasta
que el Régimen se extinga.
La cerveza que te ha dado el viejo te ha revuelto la entraña y acabas
vomitando tu propio estómago en la mugrienta taza de un escusado fétido.
Sientes un gran alivio cuando terminas. Te miras al espejo y ves en él la imagen
reflejada del viejo. Está apoyado en el quicio de la puerta, observándote. “
—Hay que tener un poco más de lo que tenéis vosotros para terminar con
todo esto. Antes acabará él con vosotros que vosotros con él —te dice—. Tira de
la cadena cuando termines —y añade—:Lávate la cara y las manos. Ahí tienes
toalla y jabón.
Y se va.
Cuando volvéis a la calle os sentís más seguros bajo la protección que
os otorga la oscuridad de una noche incierta. Habías dejado tu moto encadenada
a una farola de la plaza de Olavide; diez minutos a pie o algo menos si te das
prisa. Te ofreces a llevarla pero ella rechaza tu propuesta. Lo mejor es el
metro para evitar problemas. Sin que ella te lo pida la acompañas a la cercana
boca de Alonso Martínez que os brinda
acogida como el seno de una buena madre. Te sientes bien jugando el papel de
colega protector. Piensas que tiene que notarlo pero no te hace ni un gesto de
reconocimiento. Te molesta esa actitud displicente, casi ingrata. Todavía
insistes en llevarla a la consulta de un médico amigo para que le cure la
herida de la rodilla. No se te ocurre proponerle una casa de socorro, con el
parte médico oficial quedaríais fichados. No acepta.
—No es nada. Ya no me duele, tan sólo siento un poco de molestia en la
espalda. Me arreó fuerte el muy bestia —te dice, poniendo en su gesto una mueca
de dolor.
Y por primera vez has visto que al sonreír es todavía más bonita. Os
despedís en la entrada. Sólo tiene tres estaciones hasta Diego de León, un barrio elegante para gente acomodada.
Antes de irse, Lucía te mira desde el fondo de sus ojos y dice que te
conoce, que sabe quien eres. Te ha visto varias veces en la facultad sin que tú
te hubieses fijado en ella. Sabe que estás en quinto curso y que gustas a
muchas chicas, también sabe que eres algo tímido, como ella, y que no tienes
muchos amigos. No quiere darte su teléfono pero promete que hará por verte uno
de estos días entre clase y clase, a media mañana, en el bar. Desde lo alto de
la escalera la observas con su abrigo abierto y su pelo suelto perdiéndose
entre el gentío que baja hacia los andenes. Te quedas parado sin saber qué
hacer. Tu conciencia vuelve a gritarte que no es bueno dudar. Cuando te decides
a rescatarla ya es tarde; su tren acaba de partir.
Continuará...
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