Es un hecho constatado que la mayor parte de las mujeres tienen un alto
nivel de exigencia cuando se trata de juzgar a los hombres, a otras mujeres y
más aun consigo mismas, aunque esto ultimo lo exterioricen menos.
Numerosas estadísticas (algunas muy pintorescas) señalan que más del 90% de
las mujeres no están contentas con su aspecto físico. Igual opinion tienen de
las demás mujeres y afirman que el 80% de los varones son feos o muy feos, y
además bastante descuidados. En eso tengo que darles la razón.
El problema no es tanto una cuestión de apreciación sino de aceptación. Los que valoran estas tendencias sugieren que ante tales disyuntivas las mujeres tienen dos alternativas:
a.- Recurrir a métodos de belleza para mejorar su aspecto mediante el uso
de cosméticos, cremas rejuvenecedoras, reafirmantes, exfoliantes, iluminadoras,
bronceadoras, masajes, drenajes linfáticos, botox, siliconas e incluso visitas
al cirujano plástico para someterse a los riesgos de una intervención bajo anestesia
que, en el mejor de los casos, va a « convertirlas » por poco tiempo
en « jóvenes » cronológicamente inadaptadas.
b.- Convecerse a sí misma de que son bellas dentro de la realidad invidual
de cada una y aceptar los cambios que inexorablemente impone el paso de los
años.
Pero hay que saber llegar al fondo de la cuestión para entender y
justificar las exigencias de la mujer. Existen para ello sólidos argumentos de
carácter biológico resultantes de su propia evolución.
Las mujeres tienen que ser forzosamente selectivas ya que una de sus
primeras funciones biológicas es la reproducción. Pero a diferencia del hombre
sus posibilidades son distintas. Así, mientras el hombre en el acto
reproductivo tiene un papel mínimo y facilón, en la mujer las circunstancias son
muy distintas y comprometidas. El varón puede dispersar urbi et orbi millones de espermatozoides en una única eyaculación
mientras que la mujer sólo dispone de un preciado óvulo que sus ovarios le
ofrecen una vez cada 28 días. En términos economicistas y de mercado los
espermatozoides son muy abundantes y, por así decirlo, infravalorados o de
escaso valor comercial mientras que el óvulo de la mujer es un diamante de
incalculable valor biológico para la perpetuación de la especie. Es la vieja y
eterna ley de la oferta y la demanda.
Y no solamente eso: La mujer ovula una vez al mes durante el periodo que va
desde la menarquia a la menopausia (35 años en promedio) y esa fertilidad
apenas dura 72 horas en el transcurso de un mes, mientras que el hombre es una
fábrica inagotable de esperma vivo y voraz desde la pubertad hasta edades avanzadas.
Con este panorama la mujer tiene que quererse mucho a sí misma y a su vez
determinar cuál es el mejor varón con el que llevar a cabo su función reproductora.
Por esa razón es exigente consigo misma, con su entorno y mucho más con sus
posibles fecundadores.
Pero volviendo al tema de la exigencia femenina para la belleza habría que
señalar que muchas (y muchos) son víctimas de lo que se ha venido en llamar el
« síndrome del espejo » o de « Tolstoi »
Leon Tolstoi era de una apariencia física más bien hermosa; de mirada
profunda, facciones voluntariosas, labios sensuales, dentadura perfecta, manos
poderosas y barba patriarcal. Y sin embargo; él se sentía feo y poco atractivo
a los ojos de los demás.
Se juzgaba a sí mismo con muy duras palabras : « A veces me encuentro al borde de la
desesperación —solía decir—. No creo
que puede haber un hombre más feo que yo sobre la faz de la tierra. Mis cejas sobrevuelan
unos ojos pequeños, inexpresivos y grises, mis labios son repulsivamente
carnosos, mis manos toscas, mi frente huidiza. Suplico a Dios que me transforme en un hombre
hermoso y atractivo y para ello le ofrezco todo cuanto poseo »
Muchos hombres y mujeres caen en el mismo error que Tolstoi. Son víctimas
del síndrome del espejo que para ellos es el instrumento más torturador que
existe, hasta el punto que algunos los han retirados de sus lugares communes o
los han minimizado para que tan solo reflejen una imagen nebulosa en la que no
puedan observarse detalles minuciosos.
Vivimos en una época en la que el patron estándar de belleza (femenina y
masculina) ha calado tan hondo en nuestra sociedad que hoy, si Tolstoi
viviese, sería el hombre más desgraciado de este mundo. Tal vez en su época el
genial escritor ruso ignorase que nada hay más engañoso que un espejo. Y si no,
que le pregunten a la madrastra de Cenicienta.
Para abundar en lo que escribo les propongo una curiosa experiencia que se
lleva a cabo en algunos gabinetes de psicología que tratan este tipo de
trastornos obsesivo-compulsivos. Imagínense que por un momento hacen una
abstracción absoluta de su propio cuerpo, incluido, por supuesto, el rostro. No
se conocen ni nunca se han visto a sí mismos. Es como si de repente hubiesen
nacido con 20 años de vida o como si uno de los cirujanos de la actual
vanguardia quirúrgica les acabara de hacer un transplante de cara. Ahora
sitúense con los ojos cerrados
frente a un espejo y ábranlos bruscamente. ¿Qué impresión se llevarían ?
Tal vez magnífica o en el peor de los casos decepcionante. Pues ésa es
justamente la sensación que causamos en los demás cuando nos ven por primera
vez y esa primera impresión es la que habitualmente prevalece. Puede que la
fealdad somática quede enmascarada, con el tiempo, por los atractivos psicológicos individuales pero eso es algo que requiere tiempo y sobre todo mucho esfuerzo.
Posiblemente, después de esa experiencia, usted será ante el espejo más
compasivo consigo mismo, menos crítico, más benévolo y también más tolerante
con los demás. Así pues; aplíquese la norma y no se juzgue tan duramente ni sea
tan exigente con los de su entorno. Al fin y al cabo, convénzase de que al
morir, con la desaparición de todas las funciones biológicas el cuerpo se
modifica y el rostro cobra un aspecto que ni los más allegados al difunto son
capaces de identificar.
No somos lo que creemos que somos o lo que el espejo nos refleja sino lo que
ven en nosotros los demás. En ello, nuestras funciones biológicas juegan un
papel determinante y eso, al día de hoy, es algo poco modificable por más
recursos cosméticos que nos empeñemos en utilizar.