Se diría que el Carnaval es consustancial con la existencia
del hombre; que su celebración se pierde en la noche de los tiempos y que con
sus peculiaridades y matices todos los pueblos de la Tierra lo festejan.
A lo largo de los siglos el Carnaval ha ido perdiendo su
significado primario. En un
principio fue un rito funerario en el que los enmascarados invocaban el
espíritu de sus muertos para homenajearlos y unirse a ellos al otro lado de esa
misteriosa frontera que sólo se franquea una vez. Era también un intento para
experimentar la sensación de ligereza y libertad que deben sentir los que ya
dejaron este mundo y gozan de un limbo etéreo en el que no existe ni la
esclavitud ni sus cadenas.
El Carnaval de nuestros días es distinto. Ya no se invocan los
muertos, al menos de forma manifiesta, sino que se exaltan aquellos
sentimientos y potencias del alma que no pueden mostrarse durante el resto del
año. Para ello se disfrazan; para que desde el anonimato se pueda transgredir
impunemente la norma sin temor al castigo. Se trata, en definitiva, de adoptar
el hábito de los muertos a los que ya nada se les puede reclamar. Por eso, el
que se oculta detrás de un disfraz está persiguiendo, sin que él mismo lo sepa,
la libertad que sólo puede disfrutarse cuando la muerte nos libera de nuestras
bajezas, de nuestras malas pasiones, de nuestra mezquindad; en definitiva, de
la opresión que nos aflige durante ese exiguo instante que separa el nacimiento
de la muerte.
Los enmascarados saben que, por unas horas, serán seres del
otro mundo a los que nada ni nadie podrá gobernar. Regresan desde sus tinieblas para
ocupar pueblos y ciudades donde la norma impuesta los aprisiona en su diario
devenir, en su demoledora rutina, en su continua frustración en pos de una
imposible libertad, de una inalcanzable felicidad. Durante esos días, los
enmascarados serán los muertos vivientes mientras que los vivos se
transformarán en los muertos latentes.
No hay límites en el Carnaval. Es el delirio desbordante de
los sentidos; la exaltación del sexo y la gula, la máxima expresión de los placeres prohibidos y los apetitos desordenados. Es la razón justificada para desatar el ahogo
contenido, la posibilidad de erigirse en el rey de uno mismo, la sensación de
saberse inmune ante el peligro, el pretexto incontenible para el exceso, la
liberación irracional de los instintos para sentirse, al menos por pocas horas,
dueño de su destino.
El Carnaval consigue exhibir, sin pudor, las maldades que
quieren seguir ocultas. Es una manifestación de cándida resistencia contra el
que nos oprime, contra el que nos aflige, contra el que coarta la libertad
durante ese largo período del año en el que las reglas del otro carnaval
cotidiano nos vienen inevitablemente impuestas.
Al final de las Carnestolendas, cuando el festín de don Carnal y doña Cuaresma concluye con
la imposición sobre las cabezas pecadoras de la ceniza penitencial (memento homo quia pulvis eris et in pulverem reverteris) es otro el terrible y auténtico carnaval que nuevamente se instala en nuestro mundo para
someternos a su regla.
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