Llegué con retraso. Apenas con el tiempo justo para hacer los trámites
antes de pasar a la zona de embarque. En aquellos años la gente viajaba menos
en avión y los controles de seguridad eran inexistentes. Mientras me apresuraba
por los pasillos buscando la sala número 2 escuché mi nombre por la megafonía
en la que se me conminaba a subir al avión antes de que cerraran las
puertas.
Embarqué in extremis gracias a
la paciencia de una amable azafata quien al verme aparecer, sofocado, me echó
una mirada de comprensivo reproche y me ayudó con el equipaje de mano. Luego,
sonriente, me acompañó a mi asiento.
De inmediato, aquel Caravelle de Air
France hizo rugir sus motores y en un santiamén levantó el vuelo hacía
París. A través de la ventanilla contemplé los destellos blanqui-azules de un Mediterráneo
en calma que, con ternura, acariciaba con su espuma los pétreos espigones del
puerto de Marsella.
No reparé en mi vecina de asiento hasta después del despegue, cuando nos
autorizaron a desprendernos del cinturón de seguridad y permitir a los
impacientes fumadores prender sus insanos cigarrillos (¡Qué tiempos aquellos!).
Primero, la oí suspirar y después, sollozar ténuamente. La miré de reojo
simulando interés por el cada vez más distante paisaje que podía verse a través
del minúsculo ventanuco. Luego me acomodé en mi asiento y abrí una
revista.
Aquella muchacha no daba tregua a su llanto. Alternativamente, suspiraba,
sollozaba, se sonaba la nariz casi de modo imperceptible y hundía la cara entre
sus manos temblorosas.
—¿Se encuentra bien? —le dije, al verla en ese estado— ¿Puedo hacer algo
por usted? ¿Le da miedo volar? ¿Quiere que llame a la azafata para que le
traiga un poco de agua? Se sentirá mejor si bebe algo.
—Gracias —me respondió, desde el fondo de una mirada dulce donde se
condensaban todas las tristezas de este mundo—. Estoy bien…, casi bien. Son
cosas mías. Lloro por todo. No se preocupe.
—No, no es cierto —le dije—. Siempre se llora por algo —añadí en un tono
jovial tratando de aliviar su tristeza.
La chica de ojos azules y cabellos rubios se alisó la falda y no dijo
nada. Cuando me miró de frente constaté que era muy bonita. El llanto había
enmarcado el óvalo de su rostro en un rojo fulgurante que la hacía todavía más
sensible, más vulnerable. Entre sus manos atenazaba un pañuelo arrugado con el
que enjugaba sus lágrimas desbordantes y con el que se sonaba, apenas, una
pequeña naricilla que sobresalía como un botón bermejo entre sus dos pómulos,
redondos como manzanas.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —dijo, al fin, mientras derramaba su vista
sobre la inmensidad de un cielo que se colaba insolente a través de la
ventanilla— ¿Qué va a ser de mí? ¡Tanto tiempo para nada! ¿Qué voy a hacer
ahora? ¡Tantas noches de desvelo! ¡Tanto amor malversado? ¿Qué voy a hacer
ahora? ¿Qué va a ser de mí? ¿Para que querré ver un nuevo día si él ya no estará
conmigo? ¡No quiero volver a París! ¡No quiero volver a pisar las calles donde
anduve con él ni las arenas de las playas donde nos bañábamos juntos! ¿Y ahora,
qué voy a hacer?
Geneviève, que así se llamaba la chica de los llantos, me explicó entre
sollozos que acaba de poner fin a su relación sentimental con Jean Pierre, su
novio marsellés al que había conocido durante los veraneos familiares en las
costas del Mediodía. Llevaban cinco años de un apasionado amor juvenil, ahora truncado. Ella acababa
de cumplir diecinueve.
Unas turbulencias fueron la excusa para tomar su mano entre las
mías. Traté de consolarla, inútilmente, mientras ella continuaba preguntándose:
“¿Y ahora qué voy a hacer?” “¿Qué será de mi vida sin él?”
Le
rogué que no llorara, le dije que todavía era joven y muy bonita, que nuevos
amores llegarían a su vida, que tomaría el sol en otras playas y bañaría su cuerpo en otros mares, que recorrería
nuevas calles y viejas plazas del eterno París. Pero su dolor era tan intenso como
inconsolable su amargura.
Parecía más calmada cuando
aterrizamos en Orly. Ya no lloraba pero las huellas de su tragedia íntima
seguían patentes en la dulce tristeza de su mirada.
Mientras rodábamos por la pista camino de la terminal saqué una pequeña
libreta de mi bolsillo y anoté mi número de teléfono.
—Me llamo Gilbert —le dije, tendiéndole el papel—, Gilbert Bécaud.
Mañana haré un concierto en el Olympia. Dejaré en taquilla una entrada a nombre
de “Geneviève. Me gustaría volver a verte.
—Sé de sobra quien eres ¿Quién no conoce en Francia a Gilbert Bécaud? —respondió,
exhibiendo una tenue sonrisa que me compensó de la angustia acumulada en aquel
vuelo melancólico.
Nos despedimos en la sala de equipajes. Su maleta era inmensa. Me dio
por pensar que en ella acumulaba todos los recuerdos íntimos y bellos que no consiguió
enraizar en el corazón de su amado.
Al llegar a casa, instintivamente, me senté frente al piano. Quería
contar al mundo mi experiencia de aquel extraño viaje desde Marsella a París.
Lo que no sabía es que instantes después comenzaría a componer la más célebre
de todas mis canciones:
“Et maintenant
que vais-je faire.
De tout ce temps que sera ma vie.
De tous ces gens qui
m'indiffèrent.
Maintenant que tu es partie.
Toutes ces nuits, pourquoi, pour
qui. Et ce matin qui revient pour rien.
Ce cœur qui bat, pour qui, pourquoi,
qui
bat trop fort, trop fort…”
“¿Et maintenant que vais-je faire?
¿De tout ce temps que sera ma vie…?”
La busqué en el concierto del día siguiente pero no la vi. Era un
catorce de febrero, Día de san Valentín, en la sala Olympia de París.
Durante muchos años canté miles de veces “Et maintenant” y siempre que el piano desgranaba sus primeras notas,
la imagen de una bella y triste enamorada volvía dulcemente a mi memoria.