La mujer, de unos sesenta años,
hipertensa y diabética, fue metida en tromba en la sala de urgencias del
hospital. Los médicos de guardia lograron recuperarla de la parada
cardio-respiratoria. Unos minutos antes la policía la había rescatado,
inconsciente, en un supermercado cercano. La ciudad se encontraba bajo una de
sus peores nevadas. El diagnóstico era a todas luces sombrío: Hemorragia
cerebral masiva. Coma grado IV. Electroencefalograma plano. Muerte cerebral.
Irrecuperable.
Yo era entonces un médico residente
en aquel hospital universitario de la ciudad de Montreal (Canadá). Pasaba mi
período de entrenamiento rotatorio en Neurocirugía. Una apasionante y dura
experiencia.
Transcurrieron dieciocho agónicos
minutos entre la desconexión del respirador y la parada cardíaca definitiva. La presión arterial subió de un modo increíble. Fueron los dieciocho minutos más biológicamente incomprensibles y más
emocionalmente tensos de toda mi vida profesional; llenos de angustia, de
zozobra pero sobre todo de duda. Cuando todo enmudeció, ninguno de los que
intervinimos en aquella patética escena dijimos palabra alguna. En realidad,
poco había que decir.
No hace mucho, un colega americano
que trabajó en los servicios médicos de un penal me contaba que, a veces, los
ajusticiados por inyección letal tardan hasta veinte o más minutos en alcanzar
la tan deseada parada cardíaca. Nadie sabe qué sienten durante ese tiempo. Los
venenos con los que se ceba la jeringa mortífera componen una explosiva mezcla
de anestésicos barbitúricos (thiopentotal sódico), bloqueantes musculares
(bromuro de pancuronio), y cloruro de potasio que paraliza el corazón. En buena
lógica, su acción letal debería de ser fulminante pero, en ocasiones, el
momento final difiere mucho de lo esperado.
No, desde luego que no; esa forma de
ajusticiar no debe ser tan “humanitaria” como inicialmente la describieron.
Nunca me hizo falta leer ni jurar
ningún código hipocrático para comprender que el médico está sólo para
preservar la vida y en los casos más desesperanzados para asistir al enfermo en
su último tránsito procurándole una muerte digna y libre de sufrimientos, pero
nunca para inducirla o precipitarla. Por eso; cuando veo y oigo a algunos
compañeros de profesión, a políticos, a juristas, a filósofos, a sociólogos e
incluso a estetas hablar con tanta superficialidad sobre este doloroso tema,
sin que pueda remediarlo, se me viene a la memoria aquella mujer canadiense a la
que hubo que desconectar del respirador después de cuarenta días en coma
depassé y pienso, también, en el sufrimiento indescriptible y desconocido de los más de mil
ajusticiados por inyección letal, que no es sino una forma “justa y aceptable”
de una salvaje eutanasia legal.
He creído oportuno subir este post a
mi blog porque hoy, una vez más, se ha reproducido en la prisión de Huntsville
(Texas) un nuevo asesinato legal por medio de la inyección letal.
Edgar Tamayo, sentenciado a muerte
veinte años antes, ha sido ejecutado esta mañana. <<Se le ha aplicado
justicia>> han dicho los responsables del crimen, cuando en realidad el
juicio en el que fue decidida su condena estuvo plagado de injusticias e
irregularidades, llegando el tribunal que lo juzgó a no acatar un fallo contrario dictado hace diez años por la Corte Internacional de Justicia de La Haya.
El ajusticiado era mexicano, un
agravante tan penoso y peligroso como el de ser negro o hispano en el país que
dice ser el más libre y justo del planeta Tierra.
<<Descanse en paz y que Dios benevolente perdone sus pecados y lo acoja en su seno>>, como suele decir, en su rutina litúrgica, el capellán que asiste al reo antes de su último viaje hacia lo desconocido.
<<Descanse en paz y que Dios benevolente perdone sus pecados y lo acoja en su seno>>, como suele decir, en su rutina litúrgica, el capellán que asiste al reo antes de su último viaje hacia lo desconocido.