Muchos de los escritores que publicamos en plataformas digitales o en editoriales convencionales lo hacemos, no con el ánimo de vivir de esa actividad, sino por otras poderosas razones de carácter personal e íntimo. En mi caso, sencillamente, porque me gusta escribir y porque haciéndolo vivo varias vidas en las vidas de los personajes que creo en un mundo de irrealidad y ficción. También nos sentimos gratificados sabiendo que hay lectores que se interesan por nuestras obras. Todo eso, tan simple, justifica y compensa las muchas horas de trabajo (de sufrimiento a veces) que se pasan ideando escenas y personajes que brotan de la imaginación, por un lado, y de las experiencias vividas, por otro.
Algunas de mis obras ya fueron publicadas en papel y otras se exhiben en plataformas digitales a escala mundial. Algunas fueron traducidas a otras lenguas y muchos lectores se tomaron el amable trabajo de enviarme sus comentarios sobre la obra leída. Gracias a todos.
En este blog me propongo exponer, capítulo a capítulo, post a post, algunas de mis novelas para los que quisieran leerlas por el antiguo sistema al que llamaron "por entregas". Lo viejo, si es bueno, pervive para siempre.
Trataré de hacer dos entradas por semana. Los que quieran subscribirse automáticamente lo pueden hacer dejando su email en la frontpage de este blog.
EL DECLIVE
José Luis
Palma
Título original: EL DECLIVE
© Autor/Editor: José Luis Palma (2014)
Idioma: Castellano
Versión digital para eBook
Queda
terminantemente prohibida cualquier forma
de reproducción total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de
los titulares de los derechos de explotación.
Ahora es
de noche. Ya no se ven los pelícanos en el cielo ni el bote de vela sobre la
mar ni la mujer del bronceado con la mirada lejana. Ahora es de noche.
“De
Carne y Hueso”
Heberto Gamero
ARIES
Estamos vivos mientras somos capaces de
manejar la memoria. Seguimos siendo personas mientras podamos buscar sin
titubeos los recuerdos que nos atan al pasado y que, en cierto modo, nos
condicionan el presente. Es como accionar los controladores del ordenador para
buscar en el disco duro la información que necesitamos. Son labores personales
que sólo uno mismo puede hacer. Nadie puede hurgar en los entresijos de tu
cerebro para organizarte las ideas, para clasificar tus recuerdos, para
almacenar o suprimir aquello que te hizo daño o esto otro que hace que te
sientas vivo y fiel a tu conducta, en definitiva, a tu modo de ser y vivir.
Ahora ya sé que cuando la gente se hace vieja la memoria es una herida
abierta que no para de sangrar recuerdos intransitables. Y hay que aceptarlo.
Yo voy coleccionando recuerdos míos y de ellos porque ahora ya sé que mientras
sea dueña de lo más íntimamente mío, seguiré estando viva.
Yo había llevado una existencia casi feliz pero no sabía que después de
tantas cosas como ocurrieron, lo de aquel día iba a condicionar mi vida para
siempre.
Había estado lloviendo durante toda la noche de una manera que no suele
ser habitual por estos lugares. La música del agua golpeando contra los
cristales de la ventana me había transportado a un mundo infantil que casi no
recordaba. Me acurruqué entre las sábanas calientes y me abandoné a los
placeres que muy de vez en cuando proporciona abril. A ratos soplaba el viento
y a veces todo enmudecía, excepto el ruido que producían las gotas de lluvia al
chocar contra los vidrios. Me regocijé en ello. En otros tiempos, en noches
como ésta, el miedo me hacía correr hasta la cama de mis padres para buscar
refugio. Imaginaba que la lluvia levantaba ríos gigantescos que acabarían por
anegar mi cuarto y arrastrarme en su riada. Me preguntaba desde qué altura
vendrían cayendo aquellas gotas cristalinas y desde qué mares o ríos las habría
levantado la evaporación para hacerlas llegar al lugar exacto donde yo me
encontraba para arrullar, sin éxito, mi sueño desvelado. Todo eso fue lo que me
dio pie para dejar sueltos mis pensamientos en pos de vivencias, que a fuerza
de haber permanecido aletargadas durante mucho tiempo, creí que habrían
desaparecido.
Me di cuenta en el duermevela de que la dimensión de los acontecimientos
depende de nuestro estado de ánimo. Así era. Yo sabía que algún día acabaría
por salir de la depresión en la que estaba sumergida y terminaría por aceptar
lo que era un hecho vital y por tanto, irremediable. No se puede vivir siempre aferrada
a los tormentos de la memoria; lo sabía, pero todavía no me sentía preparada
para enterrar el desánimo.
Las personas mayores tienen que desaparecer —me dije— para que las generaciones nuevas se desarrollen
con absoluta independencia y sin tener siquiera referencias válidas en las que
sustentarse. Además, no valdría para nada. El ser humano sólo aprende a través
de su propia experiencia, sea buena, mala, positiva, negativa o incluso
nefasta. Cuanto peor, mejor. Del pasado hay que tener sólo vivencias
transparentes sin cuerpo ni alma pero de nada vale servirse de ellas para
aplicarlas a nuestro presente con algún fin determinado. El pasado es
atemporal, es algo que sobrenada débilmente en la memoria y ésta tiende al
acomodo, se hace selectiva, de forma que el recuerdo elimina lo que no conviene
desaprovechando la parte más importante del aprendizaje: el fracaso. El tiempo
real, el auténtico, es sólo el presente y a él debemos de ajustarnos. El futuro
esta siempre por llegar y, por tanto, no nos sirve para nada. No es bueno
afanarse en cosas posibles que tal vez nunca se hagan realidad. Jamás
conoceremos el futuro porque siempre escapará de nuestro tiempo y se hará
insensible a nuestro dominio. Además, el tiempo no arregla las cosas. El
tiempo, nos guste o no, las deteriora y lo único que podemos hacer es pasar a
su través como los rayos de sol que atraviesan las nubes tras la lluvia para
devolver la luz y el esplendor a los grises húmedos que dejó el temporal y que
la tempestad vuelve de nuevo a enturbiar repitiéndose los ciclos, eternamente.
Como estaba pasando ahora. Como había ocurrido durante toda la larga noche de
aguas que no acaba de morir.
“Es una primavera extraña, cargada de emociones tristes, donde la lluvia
y el viento parecen transportar el suspiro de los muertos” —me dije a mí misma.
Y había razones para ello.
Miré el reloj de la mesilla. Faltaba poco para las siete de la mañana.
Ningún destello de luz se colaba todavía a través de las cortinas
entreabiertas. La ciudad, con el ruido de los primeros coches, el ulular de
alguna ambulancia y la trituradora del camión de la basura se empezaba a
desperezar de su breve letargo para encarar otro largo día de frenética
actividad. Era inútil seguir en la cama. Sabía que ya no conciliaría otra vez
el sueño inestable en el que había permanecido durante toda esa noche ventosa y
húmeda.
Me levanté.
La rodadura de los vehículos sobre el asfalto mojado hacía más
chirriante el amanecer. Me hice un café y seguí con mis recuerdos nostálgicos
sin dejar de mirar a través de los cristales de la cocina el vaho húmedo que se
levantaba desde el adoquinado del pequeño parque. Las ramas de los árboles se
habían doblegado bajo el peso del agua y las prímulas y los jacintos
pretendían, con su descarado color, poner
un contrapunto insolente al gris reverberante de la mortecina luz del
alba.
El dolor no había desaparecido. Vagaba en mis venas recorriendo como un
pájaro desorientado todos los rincones de mi cuerpo. Casi me había acostumbrado
a él. Diría que lo necesitaba para sentirme viva. Intuía que sin él, sin su
lacerante compañía, la vida tendría menos sentido, estaría menos llena, como
carente de algo esencial para mantenerse en pie. Me había convencido a mí misma
de que viviría para siempre en el dolor, que nada conseguiría liberarme de él.
No era una mortificación intencionadamente buscada y mucho menos un acto de
masoquismo ni de infraestima pero, en ocasiones, su aguda firmeza era
proporcional a su efecto balsámico. Por eso, aunque no lo deseaba, mi mente
tampoco lo rechazaba.
A fin de cuentas, todo era lógico. El tiempo transcurrido era demasiado
escaso para cicatrizar una brecha inmensa por donde la pena no dejaba de fluir.
Con la taza de café en la mano empecé a vagar por las habitaciones de la
casa recordándola, siguiendo la huella que había dejado en cada esquina, en
cada mueble, en el mismo aroma suyo que todo lo inundaba. La sentía cada día
mas viva, más dentro de la casa, más dentro de mí. Sabía que no era posible un
encuentro físico pero necesitaba aferrarme a su recuerdo, tenerla cerca,
hablarle de mis cosas aunque ya no me escuchara. Al quedarme sin proyectos la
vida se me vació de repente.
Desde que ella se fue las paredes de la casa se volvieron transparentes.
A su través podía pasar todo el torrente de recuerdos y emociones que pude
sentir mientras vivimos juntas. Su voz rebotaba de una pared a la otra y de una
habitación a la de al lado. Sonaban sus pasos y hasta el olor de sus guisos
permanecía impregnándolo todo. Pasé los primeros días sin radio, ni televisión,
ni música y sin siquiera probar bocado. Todo lo que necesitaba estaba colgado
en el ambiente de la casa que habíamos compartido solas durante tanto tiempo.
Me paré de golpe porque creí escuchar su voz. Corrí de un lado a otro
buscando sus ecos. Sonaban lejanos y nítidos, como el rumor misterioso del mar
que gira en las caracolas. Le hablé y no me respondió. Di vueltas en torno a mi
voz y acabé perdiéndome en los recovecos de su confuso laberinto. Si la sentía
tan cerca por qué no me escuchaba, si le hablaba por qué no me respondía. Tan
sólo quería oírla, sólo pretendía que acariciara una vez más, tan sólo una vez
más, mis oídos con su voz. Pero sólo el grito de mis fantasmas martilleaba
insistentemente mis oídos.
Todo lo que de vivo había en aquella casa desapareció de repente. Cuando
ella se fue se lo llevó todo; a mí tan sólo me dejó recuerdos en carne viva y
esta soledad que me asfixia.
Pegué mi oreja a una de las paredes para saber si la voz lejana llegaba
desde el cuarto de al lado. Todo enmudeció de repente. Entonces me sentí vacía
y comencé a llorar desconsoladamente, más por el abandono que por mi estado de
rabia y frustración.
Sobre la almohada de mi cama seguía dormitando la vieja muñeca que me
regaló en mi sexto cumpleaños. Fui con ella a todas partes. Fue mi primera
compañera y con ella he dormido siempre, incluso en los viajes. Esa pepona
ajada por el tiempo y el manoseo guarda, entre las arrugas de su vestido
deslustrado, los recuerdos más entrañables de mi niñez, los sentimientos más
fuertes de mi adolescencia y, sobre todo, encierra en sus ojos de falso cristal
su sonrisa emocionada cuando me la trajo a mi cama aquella lejana mañana de mi
sexto aniversario, el primer día del que tengo consciencia de la existencia de
mi madre, de su talento, de su fuerza, de su cariño.
Me tumbé en la cama y con mi muñeca entre los brazos volví a hacerme
niña imaginándome que en el borde, como hacía antes, seguía sentada
acariciándome la frente con una mano y sosteniendo el libro con la otra
mientras me leía, dramatizándolo, El
Flautista de Hamelín, El Lobo y los Siete Cabritillos, las Aventuras de
Pulgarcito…
Arrullada por el eco de aquellos cuentos me volví a dormir y esta vez
fue un sueño largo y relajante.
Tengo pocos recuerdos de mi padre en aquella temprana etapa de mi vida.
Lo veía poco. Lo recuerdo muy alto y oliendo siempre a algo muy agradable que
no podría definir. Era como una extraña mezcla de tabaco rubio muy aromático y
esencias suaves de maderas exóticas.
Me encantaba que me tomara por debajo de los brazos y me levantara como
una pluma por encima de su cabeza. Me hacía volar como un pájaro y yo me sentía
la niña más feliz y también la más poderosa de la tierra. Pretendió enseñarme a
hacerle el nudo de sus corbatas y nunca lo consiguió. Aquello me daba mucha
rabia. No me contaba cuentos, ni me arropaba al acostarme, ni tampoco recuerdo
que fuésemos juntos a ningún parque de atracciones, ni al cine, ni al circo, ni
nunca vino a las fiestas de mi colegio.
Estaba muy ocupado con lo suyo, decía mi madre. Nunca supe que era lo suyo ni jamás me interesé por
saberlo. A veces lo veía en la televisión, pero como hablaba de cosas muy
serias y muy extrañas a mi mundo infantil no conseguí asociar su imagen
encorsetada con la del hombre relajado que se sentaba en el salón de la casa
mirando la misma televisión por la que él salía cada día. En realidad, tuvieron
que pasar años para que llegase a saber que mi padre era o había sido uno de
los más populares presentadores y comentaristas de la televisión de aquellos
años. Yo sé que vivió una vida intensa, a veces demasiado intensa. Quizá fue
eso lo que precipitó su caída. No sabría decir si era demasiado perfeccionista
o demasiado orgulloso o tal vez una peligrosa mezcla de ambas cosas. Le gustaba
el trabajo bien hecho, eso desde luego, pero era muy exigente y tal vez esa
rígida forma de ser le restó la flexibilidad y la sensibilidad que todo ser
humano necesita para ser aceptado por los demás. Era guapo y él lo sabía.
Pasaba del metro ochenta, tenía una piel morena aterciopelada y un pelo negro
que se peinaba hacia atrás, engominándolo al estilo de la época. Sus ojos eran
grandes, expresivos y se tornaban verdosos cuando les daba el sol de poniente.
Tenía fuerza en la mirada. Cogía el cigarrillo entre sus dedos de una forma que
a mí se me antojaba elegantísima, propia de un galán de aquellos años. Quizá
fue aquella imagen lejana la que hizo que yo también acabara siendo una
empedernida adicta al tabaco del que no logro desengancharme.
Cuando salía en la tele le cambiaban un poco su aspecto, y aunque seguía siendo guapo, yo prefería
el que él se daba a sí mismo para su día a día. No abusaba de esa condición con la que la Naturaleza premia
a veces a quien no se lo merece, pero desde luego ese don le otorgaba la
seguridad necesaria para adoptar posiciones de fuerza, tal vez de prepotencia,
que a la larga le acarrearon más perjuicios que beneficio.
Mi madre era guapa, también, pero puestos a calificarlos en ese atributo
tan efímero, yo diría que mi padre la aventajaba en belleza. Era alta, delgada
y en su silueta se reconocía más a una deportista de élite que a una dama
universitaria de aquellos tiempos. Solía darse en el pelo suaves tintes caobas
que hacía resaltar el misterio que guardaba en el fondo de sus ojos verdes.
Vestía con desenfado y siempre prefería la comodidad en el atuendo que el
suplicio de los dictados de la moda. Le gustaba más ponerse pantalones que
faldas y los combinaba a la perfección con llamativos jerseys de punto ancho y
elegantes chaquetas de lana al estilo inglés. Me fascinaba su forma para
anudarse bufandas o pañuelos alrededor del cuello. Su expresión era muy dulce y
desde su mirada se derramaba una bondad que cautivaba a todos. Yo prefería su
carácter al de mi padre, era más equilibrada, menos impulsiva, más racional y
por descontado mucho más cariñosa conmigo. Creo que llegó a mimarme en exceso,
tal vez lo hacía para compensar la
evidente desafección de mi padre, aunque yo, lógicamente, no era consciente de
esos detalles.
Hacían buena pareja y yo me reconocía en ellos cuando los tres salíamos
a pasear por las calles de moda donde mi padre le gustaba dejarse ver, o cuando
viajábamos hasta la casa que los abuelos maternos tenían en Navacerrada. La
gente lo reconocía por la calle y aquello, que yo no entendía demasiado, a mí
me gustaba. Sabía que mi padre era famoso pero no tenía del todo claro la causa
de aquella popularidad, a fin de cuentas, desde que tuve consciencia de mí
misma, mi padre era el que salía por la tele y yo no le concedía demasiada
importancia a un hecho para mí tan ordinario y cotidiano. No lo eché de menos
cuando se marchó de casa tras la separación.
Los recuerdos que puedo tener de ellos dos juntos son muy lejanos y
hasta cierto punto inconcretos. En realidad, cuando lo pienso, creo que para mí
nunca estuvieron juntos aunque compartieran el mismo baño y durmieran en la
misma cama. Creo que siempre vivieron separados, al menos sus mundos; el
profesional y el de los afectos. En
sus concurrencias siguieron siempre líneas paralelas tendentes a la
divergencia. No se entrecruzaron casi nunca y si alguna vez lo hicieron fue de
forma circunstancial y diría que hasta forzada.
Muchas veces me he preguntado las razones que empujan a dos seres
desconocidos a involucrarse en ellos mismos para redefinir un nuevo concepto de
unidad, casi mística, basada en una unión inestable con fines, las más de las
veces, aniquilatorios. Ellos lo intentaron, estoy segura que de buena fe, pero como tantos otros tampoco lo
consiguieron. Sigo sin saber qué razones hay para que dos seres desconocidos
acaben uniéndose tratando de organizar una limitada vida en común que acaba
complicándose con la llegada de nuevos seres, la mayoría de las veces no
intencionadamente buscados. ¿Por qué de la unión fugaz de dos personas, dos de
sus células se funden para organizar una nueva vida, un nuevo ser mitad de uno
y mitad de otro? ¿Por qué éste y no aquél? ¿Por qué hombre y no mujer? ¿Por qué
malo y no bueno? ¿Por qué fui yo el producto de aquella unión y no otra
persona?
Fue el olfato lo que me impulsó a abrir su armario. Había permanecido
cerrado desde que semanas atrás hube de buscar, apresuradamente, las ropas que
necesariamente le servirían para su último viaje. Metí mi cabeza dentro y dejé que sus aromas, todavía vivos,
empaparan mis sentidos; que me llegaran muy adentro. Era como aspirar el olor
que levanta la tierra después de la tormenta. Sus vestidos, sus blusas, sus
faldas, su ropa íntima, todo permanecía tal cual ella lo había dejado. Estuve
tentada en más de una ocasión de seleccionar cosas que yo pudiera vestir para
sentirla más próxima; nuestras tallas eran iguales, pero luego desistí. Creí
que sería mejor dejarlas en su sitio para hacer con todas ellas un relicario,
una pequeña ara como si se tratara de un tributo minúsculo a su imborrable
memoria. Pensé que el tiempo me diría, así que las heridas fuesen sellando, qué
hacer con aquel ajuar. Fui acariciando suavemente aquellas ropas y
estrechándolas de vez en cuando para desahogar en ese abrazo mi pena.
Al fondo del armario, en una de las paredes laterales, colgaba un abrigo
de piel que no había utilizado ni en los meses más fríos del invierno. Había
sido un regalo de mi padre en contra de la voluntad de ella. No es que fuera
una ecologista intolerante pero veía innecesario el sacrificio de inocentes
animales con fines poco útiles. No sé que me impulso a sacarlo y a probármelo.
Me lo acerqué a la nariz y aspiré fuerte. Desprendía un remoto olor a naftalina.
Me miré en el espejo y enseguida me lo quité. Me pasaba lo que a mi madre;
aquella indumentaria no armonizaba con mi cuerpo y mucho menos con mi
alma. Me daba urticaria verme
arropada por aquella piel ajena.
Cuando volví a dejarlo en su sitio me sorprendió una grieta lateral que
recorría aquel trozo de pared de arriba abajo. Era tan tenue que de no haber
estado bien iluminada hubiese pasado desapercibida. Presioné su contorno con
los dedos y comprobé que se movía. En realidad aquella pared no era otra cosa
que una puerta disimulada para posiblemente guardar en su interior cosas de
valor; un secreter, un armario de misterio. Me ayudé de un pequeño cortauñas
para hacer palanca entre los bordes y forcé la grieta. El portillo se abrió sin
mayores problemas dejando al descubierto una alacena de buenas dimensiones con
varias lejas sobre las que reposaban objetos, libros, cuadernos y otras muchas
pequeñas cosas.
No sé si fue el corazón el que se me paró antes que la respiración o si
fue todo al mismo tiempo. El caso es que sentí fuego y frío en mi interior y
una sensación de inestabilidad similar a la que siente la mayoría de la gente
antes de sufrir un desvanecimiento.
No sabía qué hacer ni por donde empezar, tanto, que mi primer impulso
fue volver a cerrar el portillo y salir huyendo de la casa como si acabase de
descubrir un nido de serpientes venenosas. Entonces, repentinamente, como
sacudida por un fuerte latigazo, rebotó desde el cerebro a mis oídos algo que
ella me había dicho con aire de misterio en algunas ocasiones: “Busca cuando me
haya ido”.
Fui a la cocina y me serví un vaso de agua Sólo me mojé los labios. Fui
al baño y comprobé en el espejo que una intensa palidez había transfigurado mi
rostro. Noté que estaba temblando. De repente un llanto violento me explotó en
la garganta. Lloré amargamente un rato largo. Me hizo bien. Luego me sentí más
relajada. Me recompuse y volví al dormitorio de mi madre.
Guardaba en aquel lugar oculto cosas que no podía ni imaginar. Muchas de
ellas eran mías: mechoncitos de pelo, unos patucos rosas, un cepillito dental,
fotografías que el tiempo había vuelto de color sepia, y mis cuentos; allí
estaban todos los que me había leído para que me durmiera por las noches: El Lobo Feroz, Garbancito, La Bella
Durmiente... También había cosas de ella; extraños amuletos indígenas que
se habría traído de su época de corresponsal en Centroamérica, monedas
antiguas, fotografías con gentes que yo no había visto nunca, un precioso reloj
de bolsillo con las tapas de oro y unas iniciales que no supe asociar con nada
ni nadie y sobre todo cartas, muchas cartas. Estaban agrupadas en bloques y
cada bloque atado con cintas azules. Había otro paquete de folios impresos con
una nota manuscrita en la primera página:
Mis guerras contra Elías.
Lo deshojé por un lateral y comprobé que eran conversaciones de chat
entre dos cibernautas. La mantenían dos alias: Elisha y Oriana. Leí algo
y no conseguí entender nada de aquel diálogo críptico. Había también una foto
de ella misma en sus años universitarios que había sido rota en varios trozos y
luego recompuesta con papel adhesivo. Mi padre, tan joven como ella, la tomaba
por un hombro estrechándola y sonriendo a la cámara con enorme satisfacción.
Vestía de oscuro y sobre el traje lucía la estola de Periodismo. Tenía una
dedicatoria que el tiempo había deslustrado. “Te quiero con la vida”, decía
escuetamente. Era la letra de ella. Miraba a mi padre, embelesada. Estaba
guapa. Se tocaba la cabeza con una de esas gorras que se pusieron tan de moda
en aquellos años imitando a la que lucía el Che Guevara en los románticos e
idealistas póster que tantos universitarios de los setenta colgaban encima de
sus camas. En el fondo, aquella foto me era familiar, mi memoria la procesaba
como algo que ya había sido archivado en algún recóndito cajón de mi cerebro.
Al final lo supe: esa fotografía había estado durante un tiempo sobre la mesa
de trabajo de mi padre. Mas tarde descubrí que fue mi madre la que la retiró de
su lugar habitual. Lo que no pude averiguar es por qué la rompió primero y por
qué luego la reconstruyó burdamente para dejarla arrumbada en el lugar donde
acababa de encontrarla.
De la balda más alta bajé una caja grande cuya tapa estaba rodeada por
papel adhesivo de forma que para abrirla me vi obligada a desgarrarlo. Lo hice
con sumo cuidado, como si fuese un cirujano disecando un cerebro. Tuve entonces
la sensación de que estaba violando algo sagrado. En el interior había dos
carpetas de anillas; una negra y otra azul y encima de ellas un sobre cerrado.
“Esto, Paula, es para tí”
Me
quedé paralizada. Lo olí. Lo besé. Lo estreché contra mi pecho y al final lo
volví a dejar en el sitio. Estaba tiritando y un trismus incontrolable me
laceraba las mandíbulas.
Vagué por la casa durante horas.
Luego bajé a la calle. No debía ser bueno mi aspecto porque el portero
me preguntó si me sentía bien, si necesitaba ayuda. Le respondí con una tibia
sonrisa de compromiso. La lluvia de la noche se estaba diluyendo en un
complaciente calabobos. Abrí el paraguas; más por aislarme de la gente bajo su
tela que para protegerme de la humedad. Caminaba como una autómata. Las
lágrimas me desenfocaban los edificios y me volvían opacas las luces de los
semáforos. En una tienda cercana compré pan, fruta, bebidas refrescantes y
yogures. Di un gran rodeo por las calles adyacentes antes de volver a casa. Me
senté en un banco y fumé un
cigarrillo, dos, tres... Quería dilatar el tiempo, evitar el enfrentamiento con
aquello que acababa de descubrir.
Me debatía entre la urgencia de leerlo todo y la angustia por conocer
cosas que podrían no gustarme, que podrían, tal vez, herirme. Pensé que sería
mejor ir a la galería y pedirle ayuda a David. Que me acompañara a casa y me
ayudara a pasar aquel trago. Me sentí inmensamente sola y desvalida. Quería
pedir auxilio a gritos. Pero cómo y a quién. Nadie podría entender mi estado de
ánimo. Era mi pena y a nadie le podía interesar. Sin ella, sin mi madre, el
mundo de mis afectos se había desmoronado, irremediablemente. Todo en mí estaba
hueco; la cabeza, el pecho, los pensamientos.
Al final decidí volver sola y enfrentarme a mi realidad. Me reconforté
pensando que si ella había decidido dejarme algún mensaje mi obligación era dar
cumplimiento a su deseo póstumo. Con ese pensamiento, artificiosamente creado
por mí misma para tranquilizarme, volví al armario y leí:
Sé que algún día llegarás hasta
aquí. Hoy no puedo saber cuándo. Lo que sí estoy segura es que cuando estés
leyendo esto, yo habitaré un lugar en el que dicen que la paz y la belleza
reinan y anulan todo lo malo que
hemos vivido antes.
No quiero que ese momento
llegue todavía. Aún me quedan
muchas cosas por hacer y son muchas las que necesito realizar contigo. Tengo
que verte crecer todavía más a pesar de que tú pienses que ya has crecido todo
lo que debías. Para una madre una hija siempre está creciendo; en sí misma y en
los hijos que tienen que madurar en su vientre y que yo necesito ver y
acariciar.
Hablamos, pero nos falta ahondar en lo íntimo de
cada una de nosotras. Mucha veces lo intento pero cuando me dispongo a
ello, algo en tu expresión, un
gesto en tu actitud, me frena de golpe y entonces derivo el objetivo de mi
conversación contigo hacia cosas intrascendentes. Será verdad lo de la lucha
generacional aunque nunca la haya sentido entre tú y yo. Siempre he querido
estar muy cerca de ti y aunque lo intento, y lo seguiré intentando, tengo la
sensación de que no llegaré nunca a conseguirlo. Para mí sería un gran triunfo
si cuando tengas que leer esto lo hubiésemos conseguido. Por eso me sirvo de
esta simplona estrategia para hacerte saber, cuando ya no estemos juntas, todo
lo que quise decirte sobre mí, sobre tu padre, sobre Elías y sobre otras gentes
que fueron marcando, sin que yo lo quisiera, los pasos que fueron jalonando mi
vida.
No voy a
darte la tabarra con una carta larga en la que te cuente mi vida y la de los
seres que formaron una parte esencial de la mía pero tampoco te voy a facilitar
las cosas. Quiero que, si te interesa, lo descubras por ti misma. En mis
diarios, en mis fotos, en mis amuletos, en mis relicarios y en todas las cosas
que guardo en la trampilla secreta de este armario. Cuando lo encuentres,
tendrás todo lo que te hablará de mí y con ello podrás forjarte una idea más
exacta de quien fui, a quien amé, por qué viví y sobretodo por qué te quise a
ti más que a ninguna persona en este mundo.
En la misma caja donde has encontrado esta carta hay dos
carpetas grandes. En esas páginas he ido
escribiendo desde hace muchos años las vivencias más trascendentes de mi
vida. Tal vez algunas o quizá todas te puedan hablar de mi con mayor claridad
de lo que yo lo he intentado mientras hemos estado juntas.
No te condiciono a nada. Léelas y
extrae tú misma tus propias conclusiones. ¡Ah! Y del mismo modo que yo no me he
permitido jamás juzgar a nadie más allá de la evidencia, haz tú lo mismo. Esos
escritos no expresan juicios, sólo son el reflejo de las vivencias y
circunstancias, que para mi propio mal o bien y para el bien o el mal de los
que estuvieron cerca de mí, configuraron los días que pasé en este mundo y cuyo
fin no sé cuando llegará. Yo, desde luego, no voy a hacer nada para
precipitarlo.
Cuídate
mucho, mi niña, mi amor.
Continuará...
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