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TAURO
Ya sabes que estás viendo el tiempo en que
todo acaba y que no son horas para sueños diletantes. Te costó tiempo asumirlo
y más aun aceptarlo. Ahora ya está. Sólo queda deslizarse por su pendiente
hasta llegar al final. Sin dolor, si es posible.
El campo está todo blanco. Hace varias semanas que no llueve. El frío es
intenso, cruel. La atmósfera, entre los humos tóxicos que emana la industria y
los gases infectos de los coches, se vuelve día a día más irrespirable; son
incomodidades que una tras otra van
haciendo de la ciudad un lugar inhóspito, insoportable. A lo lejos, los
edificios más altos se adivinan como fantasmas emergentes entre la neblina
sucia y el cielo gris. Por la
ventanilla se cuela un sol de enero, tímido y tibio, que ha nacido hace pocos
minutos. Su reflejo contra la escarcha tiñe de nácar los pastos secos,
cegándote. Desvías la mirada hacia el interior del vagón sin fijarla en nada ni en nadie. Todo pasa en un tiempo irreal.
A esas horas de la mañana el tren de cercanías va abarrotado de gentes
somnolientas que se resisten a aceptar las pequeñas tragedias que se adivina en
sus rostros. Van a sus trabajos. Se les ve con desgana, sin ilusiones, casi
forzados a aceptar un destino que no han planeado, como irían los condenados a
galeras en los tiempos pasados. A través de sus tristes semblantes se puede
adivinar lo que sus pensamientos ocultan. No puede ser feliz quien está
obligado a tomar cada amanecer un tren de cercanías repleto de gentes tristes
para acudir al trabajo. Deberían de estar prohibidos, piensas. Peor es el
coche. Hace tiempo que decidiste dejarlo aparcado para siempre, bueno, para
casi siempre, porque sólo lo sacas muy de tarde en tarde para escaparte a tu
casa del mar, para sentarte en la misma piedra donde dejas que tus sueños se
escapen hacia un pasado irrecuperable pero que para ti es balsámico y
adormecedor. La ciudad se ha hecho
insufrible. Ya no sabes quien tiene la culpa de todo este caos. Hay demasiada
gente aglomerada en un callejero que ya no da más de sí. Le has escrito muchas
cartas al alcalde ofreciéndole soluciones. No se ha dignado contestar a
ninguna, ni siquiera sabes si las habrá leído. “No sirve de nada, ilustrísimo
señor, seguir haciendo más puentes”,
le has dicho, “ni más túneles, ni más zanjas, ni más pozos, ni nuevas
autopistas... Al final, el inmenso socavón que esta pronto por llegar, se lo
tragará todo”, le has hecho saber. Un puente de mayo te diste cuenta de la
perfecta solución y así se lo dijiste en una de tus cartas, en una de las
muchas que jamás contestó. “Madrid sólo está preparado para acoger a la mitad
de sus habitantes”, le escribiste. “Ordene su señoría”, añadías, “que la mitad
de los habitantes salgan a la calle por días o por semanas o por meses o por
años y que la otra mitad se recluya en sus casas. No es la solución ideal, pero
puede funcionar”, concluías. “Disfrutaríamos de una ciudad más sosegada y
habría la mitad de atropellos, la mitad de robos, la mitad de crímenes y sobretodo
la mitad de infartos de los que a diario sucumben ante el imperio del caos.”
Son treinta y dos minutos
hasta llegar a tu destino; un tiempo demasiado largo si se tiene prisa y un
período demasiado corto si se quiere hacer algo para matar aquella media hora
muerta. No hay tiempo para enfrascarse en una lectura, ni para escribir un
pensamiento repentino que nos ayude a ir tirando, ni mucho menos para entablar
una conversación estéril con algún compañero de viaje tan desasistido de sí
mismo como lo estás tú. Hablar con desconocidos en un tren de cercanías, en los
tiempos que corren, es algo trasnochado y fuera de lugar; se diría que hasta
prohibido e irreverente. Las gentes de nuestro tiempo quieren vivir solas,
aisladas en sus pequeños e infranqueables mundos de miseria. Algunos se aíslan
en la lectura del periódico, otros se escudan detrás de sus auriculares, y la
mayoría cierra los ojos para rescatar un sueño inestable. Por eso, tú también
los cierras; para dormitar y pensar en algo irreal que te saque de tu mundo de
rutina y de tus vivencias de hastío.
La pasada noche no ha sido buena, como casi
todas las noches de los últimos días de los últimos años. Demasiadas vueltas en
la cama vacía para conciliar un sueño que traiga el equilibrio necesario. Los
fantasmas no te lo permiten, te visitan todas las noches aunque no los invites.
Vienen, te atormentan y se van con el timbrazo impertinente del despertador.
Luego viene lo de siempre; un levantar cansino, la pasta de dientes, la crema
de afeitar, la ducha y el café cargado de malos augurios salpicado con las
malas noticias que desgrana la radio. Y luego el tren de cercanías.
En el trayecto te has entretenido haciendo un análisis apresurado de lo
que te ha traído la vida en los últimos cinco años desde que Irene te dijo
adiós frente al puerto de Áqaba. Lo haces a menudo, más para exculparte que
para buscar la luz que te oriente en tu larga cadena de fracasos. Llegas rápido al resultado final: “mal
balance”, concluyes. Y todavía te exculpas. Tú no has podido provocar,
deliberadamente, lo que el día a día ha ido haciendo con tu vida, en lo que ha
quedado de ese destino final que imaginaste maravilloso cuando dejaste una vida
de rutina para abrazar otra llena de color y de esperanza. Y tus pensamientos,
alocadamente, saltan como felinos
feroces desde Madrid a Damasco o desde Nueva York a Petra buscando afanosa e
inútilmente la causa de tu fracaso. Has empezado a vivir el tiempo en que todo
acaba, el tiempo en el que hasta los recuerdos mueren.
Y no lo quieres aceptar.
Llegas pronto a la emisora. En tu mesa de trabajo ya han acumulado las
hojas que van a servirte de referencia para esa mañana y que casi nunca
utilizas. Prefieres vomitar ante el micrófono, espontáneamente, tus propias reflexiones en lugar de
seguir un guión encorsetado hecho por quienes no saben lo que es hacer buena
radio. Te crees diferente, superior, con más inteligencia emocional y con mucha
más experiencia que ellos, pero sabes que en el fondo darías lo que fuera por
ser como cualquiera de aquellos: más joven, más confiado, menos triste.
Al programa estrella de la mañana le quedan menos de diez minutos. Miras
con envidia mal fingida a su conductor. Él es ahora la estrella como lo fuiste
tú en otro tiempo. Ellos, los de la primera hora, los del prime time; los de las noticias candentes, los de los comentarios
agudos y las tertulias de opinión, son los que, para cuando te pones delante
del micrófono, ya se han llevado
toda la audiencia dejándote a ti las migajas. Sabes que tu magazine interesa
poco a la gente que a ti te gustaría tener de oyentes, por más que luego trates
de falsear los datos de una audiencia inexistente. Como cada día irás desde el
chismorreo de famosillos hasta las recetas de cocina pasando por los consejos
de un médico bobo en cuyas manos no te pondrías ni para sajarte un grano. En ese tiempo corto de espera,
recompones tus ideas y retocas tu corbata como si te dispusieras, como hace
años, a presentar tu programa estrella en televisión, cuando tu vida era feliz
y estable y tu futuro optimista.
Te acomodas en tu asiento, colocas los auriculares en tus orejas e
indicas con un gesto al control que se lleve la sintonía de fondo para que poco
a poco vaya entrando tu palabra repleta de mentiras huecas y esperanzas vanas
dedicadas a una audiencia de amas de casa desesperadas y de ancianas llenas de
soledad y recuerdos imposibles.
Todo te parece más pesado cada día. Y nada puedes hacer para remediarlo.
Estás atrapado.
Continuará...
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