EL DECLIVE (Cáncer)
Viene del post anterior…
“Es cierto que el sol sale cada día pero son
realmente pocos los que entra en nuestras vidas para calentarnos”. Era Elías
quien te soltaba, cuando menos lo esperabas, frases como ésta. Tú le mirabas
sorprendido y casi nunca le respondías.
Os
habían asegurado que pocos fenómenos naturales superan en belleza a un amanecer
en Palmira. Por eso os habéis despertado antes de que la negrura de la noche de
paso a la infinita claridad de las arenas calientes. Ella remolonea antes de
decidirse a despegar las sábanas que os han dado cobijo y tú las olfateas para
impregnarte de los aromas que exhala su cuerpo. Has pasado la noche abrazado a
ella y ahora besuqueas todo su cuerpo para despertarla.
—Ve tú y luego me lo cuentas —te dice con la voz ahogada por el sueño—.
No puedo mover un solo músculo de mi cuerpo —añade con infinita pereza.
No le haces caso. Esa forma de despertarse la repite casi a diario y
sabes que forma parte del ritual de la mañana. Quiere que la sigas abrazando un
poco más, que acaricies su espalda, sus muslos, que toques sus pechos para que
poco a poco se vayan erizando y que, finalmente, dejes tus manos quietas entre
lo íntimo de sus piernas para que notes el calor húmedo que se derrama imparable
desde sus ardientes entrañas.
Mala suerte. Unas nubes inoportunas están ocultando la salida del sol
que debía emerger como un Apolo triunfante por encima de las majestuosas copas
del espeso palmeral. Es la hora más fría de los desiertos y hay que abrigarse
como en los días gélidos de un invierno polar. Algunos turistas se enojan e
incluso reclaman un días más de estancia gratis para ver el amanecer que
prometían los folletos. A ti en el fondo te da todo igual; ella está contigo y
con eso te basta para ser feliz. Tu amanecer es ella y tu sol la luz verde que
derraman sus ojos. Viéndola
piensas en la reina Zenobia y en su imperio perdido y sientes pena porque no
esté allí, para que vea y comparta la nueva felicidad de sus nuevos y estrafalarios
súbditos venidos desde muy lejos para ver las ruinas de lo que un día fue su
majestuoso reino, caído en desgracia por la rapiña del césar romano.
Estáis sentados sobre las arenas de un pequeño otero. Ella ha acomodado
su espalda entre tus piernas dejando caer todo su peso contra tu vientre
mientras tú rodeas su tronco con tus brazos firmes para darle calor. Apoyas tu
boca contra su pelo y cierras los ojos para mirar dentro de tu alma el otro
amanecer, el que verdaderamente está dando luz a tu vida. Ella vuelve ahora su
cara hacía ti y te reclama un beso.
—Vámonos —dice con resolución—, el sol no quiere salir y yo necesito una
ducha caliente. Y creo que tú también. Nos hemos quedado helados y sin el
prometido amanecer de Palmira —añade contrariada.
Desayunáis con apetito. Mientras tú le sirves el café ella te prepara
las tostadas y te selecciona los jugos de las frutas exóticas que se arraciman
en los extremos de las mesas. Te mima y tú te derrites en el gesto. No hay
prisa alguna, el tiempo ahora es todo vuestro, como lo soñaste un día.
Disponéis de toda la mañana para recorrer la ciudad que se durmió en sus
piedras hace más de dos mil años y que aun pervive a costa de la imperecedera
renta de sus contraluces. A lomos de un camello cansino vais recorriendo, como
extraños beduinos, las interminables calles de Tudmur con sus majestuosas columnatas, sus arruinadas plazas y el
fantasmal anfiteatro donde, desde tiempos pretéritos, se siguen escuchando los
ecos de la tragedia greco-romana que hizo de Zenobia su víctima preferida.
Cabalgáis juntos sobre el mismo lomo del fatigado animal. Sobre tu rostro vas
sintiendo su hálito y sobre tu espalda el roce de su pecho que se acompasa con
cada paso de la cabalgadura. Te
tiene tomado por tu talle y por tu alma y notas que toda tu voluntad se diluye
en el encanto de su voz y de su risa.
Ahora el calor aprieta. Ella y tú os habéis colocado sobre las cabezas
el turbante de los beduinos fijado por el cíngulo. Ambos paños son blancos,
pero tu cordón es negro, como manda la tradición, y el de ella a franjas rojas, verdes y azules.
Intencionadamente se ha cubierto el rostro dejando entrever tan sólo sus ojos
claros en los que, sin ella saberlo, se ha instalado el sol de los desiertos
para deslumbrarte. El camellero la observa complaciéndose en su belleza y te
mira: “Es Zenobia”, te dice, y tú asientes orgulloso, pero sabes que el guía se
está equivocando: es Sheherezade rediviva, piensas, que ha venido hasta la luz
del Cham tan sólo para amarte.
Continuará...
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