EL DECLIVE (Novela)
...Viene del post anterior...
ORION
Madrid,
Junio de 1970
Hay días que vienen a marcar hitos en las
vidas de las gentes aunque nunca se sepa si viene para bien o para mal. Aquel
pudo ser uno de ellos.
Ansioso buscas su rostro entre los asistentes al último acto académico
de tu carrera. Es lo único que te interesa ver en esos instantes.
Te sientes un poco ridículo vestido tan elegantemente y tocado con la
beca de tu facultad. Crees que tu madre ha elegido para ese día una corbata
excesivamente estridente. Todos los que vais a ser licenciados en Periodismo ya
estáis colocados en las primeras bancadas del salón de actos. Antes de que
entre el claustro de profesores vuelves a levantarte de tu asiento en un
intento desesperado para rebuscar entre el gentío. Los flashes de las cámaras
fotográficas de los familiares y amigos te deslumbran y te desenfocan. Pones
tus manos delante de tus ojos; un poco para defenderte de los fogonazos y otro
poco para ocultarte. De pronto la ves, está allí, al fondo del auditorio junto
a otras amigas. Tu madre te sonríe nerviosa. Tú la miras y enseguida vuelves
tus ojos hacia Lucía quien con un gesto tímido levanta su mano para saludarte.
La correspondes con el júbilo bañando tu expresión y entonces te sientes más
relajado. “Esto ya puede empezar” —te dices—, y en el fondo de tu corazón
deseas que acabe pronto para correr a saludarla, para simplemente estar con
ella.
Durante
mucho tiempo la foto que os hicisteis aquel día la tuviste sobre la mesa de tu
despacho. La preferías por encima incluso de la del día de la boda o de la que
os hicísteis en Navacerrada cuando la niña era pequeña y parecíais una
verdadera familia. Lucía, con su gorra guerrillera, se mostraba radiante en
toda su belleza. Te miraba con la emoción que sólo emerge del amor y tú
rodeabas su hombro con tu brazo tratando de pegártela muy fuerte, como para que
siempre fuese tuya. Al final de lo vuestro, cuando acudió a tu despacho para
arreglar los flecos del divorcio, antes de que los abogados lo destrozaran
todo, la foto desapareció. La debió de tomar en un descuido. Ni te lo dijo ni
te pidió permiso. Al cabo de los años, cuando le preguntaste por qué hizo
aquello, su respuesta fue contundente: “En cada fotografía que nos hacemos dejamos,
para que sea compartido, un jirón del alma propia y en aquel momento yo ya no
te pertenecía”.
Ese día de fin de carrera la presentaste a tus padres y dos semanas
después te sentabas por primera vez en su mesa familiar. Te acogieron con más
educación que afecto. Sabían que eras hijo de un censor del régimen y eso era
garantía de orden, pero algo debía de haber en ti que no lograba derribar la
barrera de la desconfianza. Y no se equivocaron. Los primeros recelos llegaron
antes de que naciera vuestra primera hija, y con razón.
Pasasteis una buena temporada cuando nació Paula. Fue tal vez, si quitas
el corto período prematrimonial, los únicos meses felices de vuestra vida en
común. Paula era bastante llorona.
No te molestaban sus llantos nocturnos y te levantabas encantado para darle su
biberón de media noche. ¿Qué pasó luego? ¿Qué os fue alejando sin remedio? ¿La
rutina? ¿La monotonía? ¿Tus ansias de volver a ser libre? Un psiquiatra amigo
te dijo que esas cosas son normales; que el amor romántico no suele durar más
de un año, dos en el más optimista de los casos, y que luego viene la etapa de
la madurez reflexiva, ésa en la que auténticamente se fortalece el amor.
Ninguno de los dos llegásteis a pasar por esa etapa porque uno de los dos o tal
vez los dos no quisisteis. Del amor romántico saltasteis brúscamente al hastío
desesperante salpicado por absurdos celos y de ahí al juzgado de familia para
poner fin a vuestra unión conyugal.
Estábais tensos en el momento de firmar el acta de la setencia judicial.
Cada uno lo hizo por separado. La jueza estuvo muy resolutiva, muy en su papel.
Los abogados, por el contrario, excesivamente solícitos tanto, que no llegaste
a entender como el de tu exmujer te saludaba tan efusivamente. Os despedísteis
con brevedad en la puerta de los juzgados. Tú te sentiste parcialmente liberado
de algo que nunca has sabido precisar. Ella, al decirte adiós, notó un intenso
alivio que la rasgó en dos mitades irreconciliables. Pero ninguno de los dos
tuvo la sensación de haber perdido el tiempo durante aquella unión efímera. “No
sigas la sentencia al pie de la letra —te dijo Lucía—. Ven a ver a la niña
cuando quieras. Paula es tan tuya como mía”. No pudiste responder porque de
haberlo hecho la palabra se te habría
ahogado en la garganta. Agachaste la cabeza y no tuviste el valor de
mirarla.
Siempre que las circunstancias te han exigido un comportamiento recio te
has mostrado excesivamente sentimental. Aquella ocasión no era para menos. Sin
embargo, ella te miró a los ojos con una dulzura inusitada, dibujó con su dedo
índice un surco en tu mejilla y se alejó con pasos firmes para buscar su coche.
Te quedaste allí plantado con la mirada fija en otra parte y la mente en
blanco. Como tantas otras veces. No te duró mucho tiempo, pero en esa despedida
tuviste la sensación de que acababas de perder algo valioso sobre lo que nunca
quisiste reflexionar.
No sabrías precisar con exactitud cuando empezaste a tener absurdos
celos de Lucía, celos que primero fueron profesionales y luego personales. Tú,
con tu valía propia y con la ayuda de las siempre necesarias influencias,
llegaste a ocupar el sitio que siempre habías ambicionado. Lo presentías,
incluso lo veías como algo que ineludiblemente tenía que llegar. Por eso,
cuando te llamaron desde el ministerio para que dejases la radio y te ocuparas
de conducir el programa de debate socio-político con más audiencia de la
televisión pública, te creíste con todo el merecimiento porque nadie en el país
podía estar mejor cualificado que tú para aquel espacio. Lucía iba subiendo sus
peldaños con tenacidad, con finura y sobretodo con un esfuerzo que tú no
hubieses podido desarrollar jamás. Y lo sabías. Te maravillaba su facilidad
para compatibilizar su profesión de periodista, su responsabilidad de madre e
incluso su entrega a ti como esposa. Por eso, te resultó, primero inimaginable
y luego inadmisible, que pudiera aceptar una corresponsalía temporal en
Centroamérica. No quisiste entender que aquello formaba parte de su carrera,
era su forma de progresar profesionalmente, de escalar posiciones sin tratar de
hacerte sombra, y consciente de ello, trataste de cortar infructuosamente sus
alas. No aceptó tu afrenta y se marchó. Al principio te dolió su ausencia, su
lejanía, más sentimental que física, pero más te dolieron sus éxitos cuando
empezaron a llegar. Con frecuencia la veías en los telediarios enviando
crónicas de lugares y situaciones en las que se jugaba la vida durante días
enteros para dar una noticia que duraba menos de un minuto en los informativos
para un público que miraba el televisor entre cucharadas de sopa boba y gestos
de indolencia.
Nunca
llegaste a imaginar en qué modo pudo cambiar su forma de pensar y su manera de
ver el mundo tras sus más de dos años en aquellas tierras de guerra y miseria.
Ni siquiera en los cortos períodos vacacionales que pasaba en Madrid, donde
volcaba todo su tiempo en vuestra hija, te sirvieron para comprenderla. Sólo
notaste un cierto distanciamiento que fue progresando irrefrenablemente hasta
el final. No te sorprendió en exceso su expresión de recelo y casi hasta de
desprecio el día que presentó, en un hotel de demasiadas estrellas, su libro
sobre sus experiencias centroamericanas.
En esa ocasión, más que nunca, sintió la incomprensión de las sociedades
pujantes frente a las miserables y tu falta de sensibilidad ante lo que ella te
había contado. Esa noche, después de que terminara aquella estúpida
presentación en la que hasta el vino y los canapés sabían a derrota, te propuso
la separación. No imaginaste que fuera definitiva. “Centroamérica la ha
conmovido pero ya cambiará” —pensaste, equivocándote una vez más—. Hasta quiso
dejarte a la niña para no llevarse nada de ti. Afortunadamente, el juez del
tribunal tutelar de menores no lo consintió y resolvió en su favor. Y con esa
decisión salisteis ganando los tres.
Continuará...
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