…Viene del post anterior...
EL DECLIVE (Novela)
(PISCIS)
Damasco,
abril de 1999.
Tú crees que la belleza de los pueblos está
más en el misterio de su pasado que en la realidad de su presente.
Apenas has dormido. El insomnio de las noches, piensas, es como un túnel
interminable lleno de pensamientos negros.
A lo largo de tu desvelo interminable has ido contando las horas lentas
mientras olisqueas su espalda y tratas, inútilmente, de adormecerte con el
ritmo atemperado de su respiración. Hasta te has atrevido a acariciar muy
suavemente todo su cuerpo sin que se despertara, llegaste incluso a alojar tu
mano entre lo íntimo de sus piernas para sentir en tus dedos, con inmenso
placer, el intenso calor que se
derramaba desde sus entrañas. Se
ahuecó contra tu vientre cuando le llegó su noche y, en su postura fetal,
apenas movió un solo músculo durante el sueño. Sólo respiraba, tranquila y
confiada. No habló confusamente en sus sueños como lo suele hacer en ciertas noches
inquietas, ni tampoco chirrió los dientes como cuando tiene sus pesadillas de
siempre.
Al tiempo señalado y con las primeras luces, la ciudad se ha ido
desperezando con el canto redundante de los almuédanos en la primera llamada a
la oración. Te has vuelto a estremecer esta mañana como aquel día lejano en
Estambul cuando oíste por primera vez el canto misterioso del muecín en la
pequeña mezquita que guarda la salida del Gran
Bazar. Te pasa siempre; esa música mística te transporta a tu pasado más remoto
y te deja colgado de tus nostalgias. Dicen que en Damasco hay más de
seiscientas mezquitas y que todas lanzan, simultáneamente, al aire sus
plegarias en sintonía con la más sagrada todas; con la de la Gran Mezquita de Al-Hamidie, la que
levantaron los Omeya en el siglo VII para la mayor gloria de Alá.
—Ponte a rezar, infiel —te
dice Irene a modo de buenos días—. Tus pecados de la última noche te han
cerrado para siempre la entrada a mi paraíso. Sólo la penitencia y el cilicio
podrán redimirte de tus culpas —añade, bromeando.
Y luego te toma en sus brazos y te llena de besos y te deja que hagas
con ella lo que has estado anhelando durante toda la noche. Y entre la pasión y el éxtasis derramas en sus
adentros todo el amor que en ti se desborda.
En el zoco no consigues liberarla de la exasperante manía de los sirios
que en cuanto ven a una occidental, sea del porte que sea, se lanzan hacia ella
con la pueril tarea de pellizcarle el trasero. Al principio ha sido tal su
sorpresa que ni siquiera te lo ha dicho, porque tampoco acababa de creérselo.
Luego le ha dado por reír y al final, entre aburrida e irritada, le ha soltado un sonoro bofetón al que
tal vez menos se lo merecía. Has temido por un momento verte envuelto en la
polémica pero para tu sorpresa otros damascenos han reprochado la osadía al
reincidente tocaculos y le han afeado
su conducta, medio en broma medio en serio. Todo ha quedado en nada; un
azucarillo que se disuelve en el fondo de un vaso de té. Es normal en aquel
lugar; la gente, la buena gente siria, suele hacer gala de su bondad y de su
paciencia lo mismo que de su infantil picardía. Tocan el trasero a las
occidentales y luego desaparecen entre la multitud como si no hubiesen sido
ellos. Irene y tú os habéis reído por esa experiencia ridícula y tú le has
pedido, bromeando, que si se repiten los tocamientos se relaje y disfrute, que
nada de líos y menos en los laberintos de aquel bazar milenario y misterioso.
Encantados, os dejáis arrastrar por la ola incesante de las gentes que a
esas horas meridianas se afanan en tareas incomprensibles por entre las mil
callejuelas que serpentean el zoco. Le has comprado dulces de pistacho y miel
que coméis descuidadamente durante el paseo. En sus labios se queda la melaza
que intencionadamente pega sobre los tuyos con besos exentos de recato para
escándalo de los viandantes.
En uno de los mil tenderetes ella ha comprado jengibre, cardamomo y té
de azahar.
Todo lo huele con deleite tratando de atrapar para siempre los
excitantes aromas que inundan el mercado. El comerciante os hace pasar al
interior de su garito donde su mujer, cubierta con velos negros, prepara una
humeante infusión que sabe a menta amarga. Es la forma de daros una bienvenida
que no habéis pedido y que tampoco acabáis de entender del todo. A Irene le
gusta pero para ti llegar a ser casi molesto. Son las maneras hospitalarias de
un pueblo viejo y amable. Crees entenderle que tienen siete hijos. Os pregunta
por los vuestros y tú ríes mientras Irene desvía su vista hacia otro lado como
desinteresándose del tema. La mujer del comerciante no habla, ni siquiera
sonríe, pero él dice que posee dotes para hacer fértiles los vientres
estériles, que su recurso nunca falla, que ya curó de esa desgracia a muchas
casadas y que podría hacerlo con vosotros si quisiérais. Su intención suena a
propuesta en firme. Incómodo, tratas de derivar una conversación que te parece
inoportuna. Entonces, de reojo,
observas en Irene un gesto adusto que ensombrece, por un instante, su
semblante risueño. Ella está en la edad para engendrar hijos pero, por ahora, quiere mantener
cerrada su fuente de vida. No le interesa el compromiso. Tomó su decisión hace
tiempo. Ambos lo sabéis pero ella rehúsa siempre hablar de un tema que
permanece aletargado en vuestras conciencias y que surge cuando menos se
espera. Lo poco que te ha hablado de ello ha sido para pedirte que nunca
vuelvas sobre el tema.
Sobrecoge el patio de las abluciones por su inmensidad y su belleza. Los
fieles y visitantes deambulan descalzos despreocupados de todo cuanto les
circunda. Al atravesar el umbral de la Gran
Mezquita sientes que el tiempo se ha detenido en un pasado difícil de
precisar. El ambiente de paz te envuelve y te arrastra insensiblemente hasta el
interior del templo. Ella entra en la macsura
confundiéndose con las demás mujeres y tú te sientas en el suelo alfombrado
frente al mihrab. Unos pasean por las
naves, otros sestean, algunos rezan y la mayoría no hace otra cosa que estar
allí, sin hacer ni esperar nada, en un lugar mágico donde no cuentan ni el
espacio ni el tiempo, donde la grandeza de la divinidad se hace inconmensurable
y donde la idea del hombre se colectiviza para empequeñecerlo, para recordarle
que su pasado sin Dios no hubiese
sido posible y para reafirmarle en la idea de que su futuro depende exclusivamente de su fe.
Como dos peregrinos habéis dado una vuelta en torno al mausoleo de Juan
El Bautista, el profeta musulmán, el Enviado de los cristianos. Los extremos
siempre se tocan. Entonces comprendes que todo converge hacia un mismo punto:
ella contigo y tú con ella, hasta que la vida decida separaros.
No fue la vida la que os unió sino las circunstancias extrañas que teje la
existencia en su discurrir incierto.
Continuará…
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