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VIRGO
Vivir en la nostalgia (etimológicamente; nostos = regreso, algos = dolor) es recrearse en la pena de no poder vivir lo vivido
o de no retornar al sitio deseado. Es algo en lo que no hay que caer porque eso
siempre hará daño.
Fue Elías, como siempre, quien intencionadamente te lanzó este dardo
emponzoñado cuando le dejaste entrever la añoranza de tu pasada vida en común
con la mujer que amaste un día.
Has pensado muchas veces en aquel encuentro y en qué modo la casualidad
y una carga policial transformaron una parte fundamental de tu vida. A medida
que el tiempo pasa los recuerdos se hacen más vívidos y la voz de la nostalgia
se agudiza con la vana intención de hacerte retroceder hacia un pasado que ya
no es posible, hacia un ayer que ha
quedado definitivamente oculto por la bruma y envuelto en la melancolía.
Sabes que toda persona tiene que recorrer por sí misma el camino de su vida sin
detenerse en reflexiones inútiles y, en ese trayecto, no es bueno perder el
tiempo en los recuerdos. Tú lo has recorrido casi de principio a fin y lo poco
que aún te queda, lo más insignificante que aún te resta por vivir, va a estar
marcado por la nostalgia incontrolable, por el dolor lacerante de los actos
fallidos, por lo que pudiste hacer y no hiciste, por lo que deberías de haber
hecho y dejaste sin terminar y por lo que fuiste abandonando en manos de la
desidia indolente. Y así, sin apenas darte cuenta, el presente inexorable se ha
ido tragando, hasta agotarlo, el pasado inolvidable y un porvenir incierto, cuajado
de dudas.
No
es bueno, piensas ahora, que tengamos en cuenta nuestro pasado, y menos aun
cuanto más remoto sea porque con frecuencia nos asalta desde las sombras para
imponernos su tiranía. La juventud es para vivirla pero jamás para recordarla porque
siempre nos hará daño. Por más fuerte que sea el deseo titánico de regresar a
lo que ya no existe. Hay que mantenerse incólume y no caer en la veleidad de lo
que ya forma parte innegociable de nuestra pequeña y miserable historia. La
vida hay que vivirla en el hoy y en el ahora, lo que pasó ayer y lo que tenga
que venir mañana no debe someternos a su yugo. Echar el ancla o ahondar la raíz, piensas que es sólo para
los que han vivido una existencia mediocre y ni quieres ni crees que ése sea tu
caso.
Viviste inquieto las semanas que
siguieron a aquella manifestación. Lucía, en contra de lo que te prometió, tardó
un tiempo en volver por la facultad. Dudaste de su palabra e incluso de ella
misma. Ansiabas verla sin saber exactamente por qué ni para qué y no te
atreviste a preguntar por su ausencia a pesar de que lo deseabas intensamente.
Recorrías entre clase y clase todo el edificio y pasabas en el bar más tiempo
del que habitualmente solías. Te aprendiste los horarios de todas las clases de
segundo curso e incluso entraste en relación con algunos de sus alumnos. Ni
rastro de tu compañera de infortunio. Incluso volviste a caminar por las calles
donde la derribaron los agentes de la furia y llegaste a rastrear una buena
parte del barrio de Salamanca por si
la causalidad la ponía a tu alcance. Todo inútil, no conseguiste ni el menor
indicio de tu infortunada manifestante.
Cuando aquella noche de los caballos locos regresaste a tu habitación te
metiste directamente a la cama y apagaste la luz. No quisiste hablar con nadie.
En tu pensamiento, la imagen de Lucía sobrevolaba en círculos concéntricos como una paloma que ha perdido el
rumbo. Dormiste mal y antes de lo acostumbrado te tiraste de la cama para errar
por las calles de tu barrio un poco antes de que saliera el sol.
Lo supiste todo días más tarde: el guardia de la cachiporra le había
fisurado dos costillas. Lo de la rodilla no fue importante pero aquella lesión
costal le costó tres semanas de reclusión domiciliaria. En su casa dijo que se
había resbalado por las escaleras de la facultad, y la creyeron. Una joven
formal y seria, hija de un coronel de caballería, no puede tener veleidades
políticas y mucho menos formar parte de una manifestación estudiantil contra el
poder instituido. Esas irreverencias quedaban reservadas, únicamente, para los
hijos díscolos de los enemigos de España.
Casi no pudiste reconocerla cuando al fin pudo venir a verte como te
había prometido. No la recordabas tan alta ni con el cabello tan largo, ni
siquiera la profundidad de su mirada se parecía a la que se te quedó grabada la
noche de la ira, parecía incluso más mayor que el día de los llantos.
—Intenté avisarte —te dijo lamentando el gesto—, pero ni siquiera me
dijiste donde vives.
Después te contó entre bromas y risas las mentiras que tuvo que contar
en su casa para justificar sus lesiones. La dulzura de su mirada te liberó de
tus pasadas angustias y lograste unir tu sonrisa a la de ella como el cauce de
dos ríos que, de pronto y sin saberlo, se abrazan amorosamente para caminar
juntos, como en un milagro; como en un presagio.
Al cabo de pocos días os veíais casi a diario.
Al principio fue en la facultad y más adelante en todos los sitios. A los dos
meses de aquel fortuito encuentro en la casa de los viejos, un amigo os cedió
un pequeño piso en Embajadores. Cada
uno siguió viviendo en el hogar paterno pero en aquella cueva dábais rienda
suelta a todo lo que llevábais dentro. Fue el lugar para hablar, para estudiar,
para reír, para discutir sobre vuestros puntos de vista (tan diversos en tantas
cosas), para cocinar los sabrosos guisos que ella te hacía mientras tú la
observabas alucinado y sobre todo el lugar donde os amábais con una mezcla de
pasión y ternura que te llevó al delirio que no habías experimentado
nunca.
Te confesó que le gustaba el periodismo de investigación y que a ello se
dedicaría al finalizar la carera. Un amigo de su padre, un hombre de
influencias, le había prometido conseguirle una beca para hacer un máster en
Washington al término de sus estudios. Decía que sólo en Estados Unidos
aprendería a trabajar en la forma que ella pensaba. En otros sitios, incluso en
el Reino Unido, los periódicos seguían directrices muy encorsetadas dictadas
por los magnates de la prensa y a esas consignas tenían que plegarse incluso
los que se consideraban más liberales.
Te sorprendió, que pese a estar en los primeros cursos, te hablara de su
futuro profesional con tanta seguridad y conocimiento. Te cambió tus esquemas.
Tú creías que aspiraría a ser una más dentro del elenco de periodistas
femeninas que acaparaban las revistas de moda y cotilleo o de las que se
colocaban anónimamente detrás de un micrófono para dar las noticias escuetas
que venían enlatadas desde el ministerio. El tiempo le dio la razón aunque para
eso tuviera que atravesar un penoso sinaí sin otro soporte que el de sus
propios méritos. Tú le ayudaste más bien poco pero al final consiguió lo que se
había propuesto. No brilló con luz propia desde el principio como lo hiciste
tú; tuvo que subir peldaños cada
vez más escarpados para llegar hasta un cenit profesional que a ella le colmaba
y a ti te parecía poco relevante. Lo tuyo fue distinto; tu tesón te abrió las
puertas, eso es justo reconocerlo, pero hubo otras muchas cosas, algunas no confesables
y otras incluso vergonzosas, que te ayudaron a subir casi sin esfuerzo y de
modo meteórico hasta las cumbres más altas de los proyectos que habías soñado
desde tus años universitarios.
Tu enfoque era distinto pero lo tenías tan claro como ella. Lo tuyo era
hacer televisión aunque para ello tuvieses que pasar incluso por encima de tus
principios. Te fascinaba el medio. Creías que tenía unas posibilidades
extraordinarias que no estaban siendo convenientemente aprovechadas. Leías cosas que te llegaban de fuera y
sacabas tus propios esquemas. Ideabas programas novedosos y te divertías
desarrollándolos a tu estilo con personajes de la vida real sobre escenarios
auténticamente irreales. Te imaginabas moderando un debate sobre un asunto del
pasado lejano pero adaptándolo a tus tiempos tratando de sacar conclusiones.
Por ejemplo; proponías las invasiones que llevó a cabo Roma sobre Europa a base
de guerras encarnizadas seguidas de imposiciones deshumanizadas y querías
basarte en ellas para aplicarlas al moderno colonialismo americano. Establecías
paralelismos un poco atrabiliarios entre la Guerra de las Galias y la de
Vietnam de los sesenta. Creías que
con ello concienciarías a una sociedad conformista y que eso serviría para
hacer un mundo menos perverso y más colorista que el que os estaba tocando
vivir. Cargabas toda tu pasión cuando exponías estos proyectos ilusorios que
luego no pudiste llevar a cabo.
Lucía era una excelente y ecuánime crítica de
todo cuanto le presentabas. No te dejaba pasar ni una y a veces era tan
estricta que hasta llegaba a enojarte. Te ponía los pies en la tierra. “Eso que
planteas”, te decía, “queda muy bien para Estados Unidos o para Francia, pero
recuerda que vives en un país sin libertad de prensa ni libertad de nada”. Entonces
tú le asegurabas que en pocos años, tal vez meses, la dictadura moriría con el
dictador y que todo se transformaría de la noche a la mañana. “Los que hoy
están”, le decías con convicción profunda, “mañana se habrán ido o los habremos
echado y entonces seremos nosotros los que tomemos la sartén por el mango. En poco tiempo nadie se acordará de
ellos. Cuando se es libre, como vamos a ser nosotros, el pasado queda tan
desdibujado por la nueva realidad que no vuelves a dar un paso atrás ni para
tomar impulso.”
Discutíais horas enteras sobre estos y otros temas. Ella era mucho más
realista. Sin su tesón, sin su visión práctica del mundo, las cosas no le
hubiesen funcionado con la contundencia que lo hicieron. Cuando la conversación
entraba en soluciones imposibles ella, con sutil habilidad, derivaba el tema y
lo daba por concluido. Tú creías que habías ganado el debate. Ella pensaba que
esa era su forma de decirte que te amaba por encima de todas las cosas.
Al año de finalizar tu carrera ya ganabas el dinero suficiente para
poder independizarte. Tenías un puesto fijo en la radio y hacías colaboraciones
en prensa. Tu timbre de voz, aterciopelado y viril, era muy radiofónico y ello
te valió no sólo para el medio sino para poner sonido a cuñas publicitarias que
te pagaban muy bien. La convenciste para el matrimonio cuando aún le quedaban
dos años para finalizar sus estudios. La acosabas con vehemencia. Le dabas mil
y un argumentos para que aceptara tu propuesta. De nada valieron las llamadas a
la cordura de las dos familias. Ni tus padres consiguieron cambiar tu opinión
ni tus futuros suegros tampoco.
Ella era la única que sabía de sus dos faltas cuando se vistió de
blanco. No quiso decirte nada para no agobiarte ni condicionarte. Estaba
preciosa el día de vuestra boda. Para ella todo resultó excesivo. Le hubiese
gustado algo más íntimo; una pequeña ermita en pleno campo castellano con los
invitados justos; con los amigos, con la familia próxima, con muchas flores y
aromas de inciensos, con una comida campera y con la orquesta de cámara de la facultad
desgranando su música barroca preferida mientras te declaraba solemnemente su
amor eterno.
Unos días antes, Lucía había ido a la casa de los viejos que os dieron
cobijo la tarde de los caballos locos. Quería invitarlos a la boda. El viejo
había muerto y la vieja, demenciada,
había sido internada en una residencia. Sintió mucha pena.
A ti aquello te pareció lo adecuado e incluso pensaste que podría
haberse mejorado en algunos aspectos. Doscientos cincuenta invitados era el
número mínimo para que una boda pudiera calificarse de importante. Daba igual
que no conocieras a la mitad de aquella gente que se deshacía en saludos vacuos
y luego se hinchaban a dos carrillos para hacer crítica a los postres sobre la
escasa calidad de los vinos o la excesiva humedad de los puros habanos. Tu
madre no paró de llorar y tu padre, tan serio como de costumbre, apenas
pronunció palabra durante el banquete. Os colocasteis como suele ser habitual
en esas tediosas celebraciones. A tu derecha la novia, a la izquierda tu madre,
más allá los demás, y frente a ambos un futuro cargado de inciertos presagios
como suele ocurrir en casi todas las bodas. Antes de cortar la tarta ya te
habías levantado varias veces para saludar a los que a ti te interesaban, a aquellos que ibas
imperiosamente a necesitar para tu escalada profesional.
No fue bueno el clima en Mallorca. Llovió todo el tiempo. La isla del
amor estaba empapada con las inconsolables lágrimas de una primavera extraña. Las playas estaban
desiertas y la imponente silueta de la catedral se escondía con tozudez detrás
de una neblina impermeable. Esa semana de miel estuvo marcada por el sexo. De vuelta en Madrid, durante vuestra
primera cena, te dijo que estaba embarazada. La abrazaste con un afecto
calculado y trataste de
tranquilizarla con un: “No te preocupes, que todo va a salir bien”. Y te fuiste
a dormir. Desde la boda, esa fue la primera noche que no hicísteis el amor. Y
todo salió bien. El embarazo fue bueno y el parto rápido y sin complicaciones.
Cuando tuvo en sus brazos el pequeño trozo de carne que había pateado su
vientre durante las últimas semanas no pudo reprimir un llanto dulce y
emocionado que la compensó de todos los sufrimientos recientes.
A ti te gustaba Andrea. Ella prefería Paula. Y así fui inscrita en el
registro civil.
Continuará...
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