EL DECLIVE (Novela)
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SAGITARIO
Madrid,
invierno del 2005
“Los teléfonos que estremecen la noche con su
insistente timbrazo nunca presagian lo
bueno.” A alguien le oíste
decir esta frase y ahora no puedes recordar quien fue. Da igual; no son
momentos para memorias.
Estás sentado en el borde de la cama y la ofuscación de un despertar
intempestivo te impide localizar el auricular del teléfono que acabas de dejar
sobre las sábanas revueltas. Cuando al fin lo encuentras quieres llamarla pero
no encuentras su número. Bostezas, aunque ya no tienes sueño. Sientes frío a
pesar de que la habitación, cerrada a cal y canto, rezuma un calor húmedo
insalubre después de muchos días sin ventilación. Buscas a tientas las
pantuflas pero una vez que te las calzas no sabes qué hacer con tus piernas. En
esa estúpida espera todo lo que se te ocurre es encender otro cigarrillo; el
segundo del día al que seguirán más de cuarenta. El primero te lo fumaste
mientras tus oídos no daban crédito a lo que te iban contando desde el otro
lado del teléfono. Diez pasos vacilantes desde el dormitorio hasta la cocina.
Miras de reojo el despertador. Son casi las seis de la mañana. No son horas
para despertar a nadie y menos con malas noticias. Conectas la radio pero eres
incapaz de entender lo que está diciendo el locutor de turno. La cafetera se
amontona junto a otros cacharros sucios en la fregadera revuelta de la cocina.
Aun contiene los restos del último café. Mientras la enjuagas para hacerte uno
nuevo, el primero de la mañana al que seguirán otros cinco o seis, sigues
dándole vueltas, no a la noticia que te acaban de dar, sino al hecho de saber
por qué te ha llamado precisamente a ti. Siempre lo hace cuando se siente en
apuros aunque ella como tú sois conscientes de vuestra incapacidad mutua para
daros una ayuda eficaz.
Pensabas que habían dado todo por terminado, que cuando ella te dijo,
hace ya casi dos años, que no podía seguir junto a un alcohólico
desequilibrado, viejo y enfermo, hablaba desde el fondo de su inestable verdad
pero nunca se sabe qué es lo que mueve el sentimiento de una mujer fracasada
que tras el desamor ha de vivir en la absoluta soledad.
Te vistes y sales.
Acudes a la misma estación de todos los días con las mismas gentes de
siempre. Todavía es de noche.
El viaje de hoy se te ha hecho más corto y, sin embargo, hubieses
deseado que no terminara nunca. Luego son otros quince minutos andando hasta el
lugar al que no quisieras llegar. La luz va venciendo a la oscuridad de la
noche. La ciudad que nunca duerme se empieza a agitar. Las gentes corren de un
lado para otro saltando semáforos y pasos de cebra como si fueran alocadas
hormigas de un agosto asfixiante. Los observas y te sientes ajeno a ellos;
distinto. De sobra conoces la calle a la que tienes que ir pero, aún así,
cuando entras en ella miras el rótulo con esa manía tuya de no dar un paso sin
comprobar todo antes.
La casa está en una calle secundaria, es un más
bien un callejón donde los gatos se mueven cautelosamente entre restos de
basura. Huele húmedo. Frente a la casa hay un muro grande desconchado que
oculta un caserón donde hace años se alojaban gentes sin techo y que ahora es
objeto para la rapiña de la especulación inmobiliaria. El portal que da a la
calle está abierto; siempre lo está. En la puerta del desvencijado ascensor hay
un cartel ajado que dice “No funciona. Disculpen las molestias”. Las escaleras
empinadas y estrechas hacen crujir sus tablones mientras las vas subiendo hasta
el tercer piso. El sofoco ha empezado entre el primero y el segundo, como casi
siempre. Te tienes que hacer a un lado para que la vieja que está bajando con
una bolsa de basura en la mano pueda pasar por la angostura. Esa pausa le
proporciona un ligero alivio a tu disnea progresiva. Ni ella saluda ni tú
tampoco.
Cuando vas a tocar el timbre la puerta se abre sola. Al otro lado está
Lucía, más derrumbada que nunca y también más ajada y prematuramente
envejecida;como sin brillo. Debe ser el efecto del contraluz mortecino del
rellano de la escalera enfrentado al fluorescente del pequeño vestíbulo de la
casa. Su inexpresividad no te permite averiguar si ha llorado o no. Parece más abatida que preocupada, más
triste que dolorida. Desde luego la voz que te habló por teléfono era átona y
exenta de emoción. Te dijo lo que te dijo como quien te está contando la última
película que vio la semana pasada. No te extraña, en los últimos tiempos y en
las contadas veces que hablaste con ella su actitud ha sido siempre la misma;
distante y rota. Mientras las observas, recuerdas sus medias desgarradas y sus
zapatos pisoteados y el modo en que se sonaba los mocos el día que la
conociste, cuando la tarde de los caballos locos y las despavoridas carreras
delante de las cargas policiales en los lejanos años de la dictadura. Era
bonita entonces. Ahora ya no sabes si aquello fue un sueño que nunca existió o
por el contrario lo irreal es lo que ahora te está tocando vivir. Se recoloca un mechón de un pelo sin
lustre que cuelga por su frente y se hace a un lado para indicarte, con un
gesto ambiguo, el camino que debes seguir.
Recuerdas vagamente el apartamento de Elías. Lo visitaste por primera vez el día que Irene te invitó a
subir y en aquella ocasión ella lo llenaba todo tan cegadoramente que apenas te
dio tiempo para reparar en detalles. A la derecha del pasillo hay un saloncito
con escasos muebles en el que destaca un sofá de piel cuarteada y varios
cojines por el suelo. En una
mesita auxiliar hay un par de botellas de whisky casi consumidas. Al otro lado
está la pequeña cocina que aún huele a comida oriental y sobretodo a alcohol.
Varias botellas de vino se apilan en la encimera. El fregadero está atiborrado
de cacharros sucios. En un cenicero rebosan las colillas. No te detienes ahí,
ése no es el sitio al que ella te quiere llevar.
Te empuja suavemente hasta el fondo del pasillo donde se encuentra la
habitación de los hechos
recientes. Sin variar su tono de voz te dice:
—Está ahí. Está muerto.
Se le ha ahogado un poco la voz al decirlo. Se detiene y traga saliva.
No quiere blandear. No quiere que la veas llorar. Sabe que odias su llanto.
Saca un pañuelo y se limpia la nariz. Luego te dice:
—Ha sido su voluntad. Lo deseaba desde hacía tiempo. Ahora no sé qué
hacer. Necesito que me ayudes. Me llamó de madrugada para hacerme partícipe de
su acto final. No llegué a tiempo.
Atravesado de parte a parte en una cama grande y revuelta yace el cuerpo
de un hombre con los ojos cerrados y la boca abierta. Su expresión es serena.
Se diría que la muerte le sobrevino mientras dormía. Te cuesta reconocerlo.
“¿Por qué esa manía de los muertos de cambiar
en el último momento la expresión de toda la vida?” —piensas.
Le preguntas que si es Elías y tu pregunta de puro simple resulta tan
extremadamente tonta que no merece ni siquiera una respuesta.
Adoptas tu papel de hombre decidido y tratas de colocarte en el sitio
que Lucía no te ha pedido. Quizá no hayas interpretado bien sus palabras. Por
eso, de pronto, te vuelves resolutivo y le indicas que avisarás a un médico
para que certifique la defunción, a la funeraria para que inicie los trámites
del enterramiento e incluso a la policía y al juzgado para que un juez de
guardia levante el cadáver y tome nota de los hechos.
—No hay duda sobre la causa de la muerte; ha sido un infarto en toda
regla —le dices—, tratando de confinarla en un estado de sosiego que ella no
necesita.
Nunca has sabido comprender a Lucía. Ni lo
supiste el día que te ofreciste llevarla a su casa en tu motocicleta y ella
eligió el metro, ni aquel otro en que con una calma envidiable, que a ti te pareció
una crueldad despiadada, se marchó
de tu lado para abrazar una nueva vida que a ti, sin ti, te parecía más absurda
que imposible. “Volverá a mí” —pensaste,
entonces—, equivocándote una vez más.
Ahora, mientras Lucía te quita el teléfono con una mano, toma la tuya
con la otra y te lleva hasta el saloncito del sofá de cuero cuarteado.
—No llames a nadie —te dice, mirándote intensamente desde el fondo de
sus ojos—. No ha sido un infarto —prosigue en su tono—. Ha querido suicidarse
en mis brazos y yo no he tenido el coraje de impedírselo —concluye—.
Luego, con gesto cansado, va a la cocina para hacerte un café que no le
has pedido.
Te levantas y tratas de seguirla. Cambias de idea y vuelves al
dormitorio. No pasas de la puerta porque crees que de hacerlo estarías violando
la intimidad de un cadáver. Allí sigue el muerto. Te sorprende, estúpidamente,
que siga en la misma postura y con el mismo rictus fúnebre. Crees que debes
acomodarlo para colocarlo en una postura más humanizada pero enseguida
desistes. Piensas que cuando, necesariamente, vengan los del juzgado exigirán
que nadie haya intervenido en la escena mortuoria con intención de modificarla.
Lo has visto en muchas películas y ahora te atemoriza y te asombra que puedas
estar formando parte del elenco real de una película macabra.
“El rigor mortis ya se habrá instalado en su cuerpo para otorgarle la
rigidez eterna” —piensas—. “Si no actuamos quedará tieso para siempre y no
habrá forma de colocarlo en la caja”. No entiendes por qué te preocupa tanto el
ataúd y la estética de la muerte. Y entonces decides hablar con ella. Lucía fuerza una sonrisa
mientras coloca en tus manos una taza de café.
—Ha sido lo mejor —te dice en voz baja como tratando de hablar sólo para
sí misma—. Hacía tiempo que el alma había abandonado su cuerpo viejo y gastado.
No se puede vivir en esa dualidad disociada. Es absurdo que alma y cuerpo vayan
por caminos divergentes, al final acaban por no reconocerse. Esa es la
verdadera muerte y él la llevaba sufriendo desde hacía demasiado tiempo. Por
eso, cuando me manifestó sus intenciones traté de disuadirlo sin poner demasiada
convicción en ello. Tengo la sensación de que en algún momento pude incluso
animarlo para dar este paso. A la gente hay que darle siempre la solución a los
problemas que les agobian aunque esas salidas, en ocasiones, puedan parecer improcedentes e incluso
inoportunas. Lo habíamos hablado en alguna ocasión. A Elías no le molestaba el
tema, es más, te diría que hasta se recreaba en ello. Por eso yo le seguía su
juego, tenía la impresión de que hablando de aquello se liberaba de las muchas
angustias que oprimían su corazón casi a diario. No fue así. Me contagiaba su
debilidad y a pesar de todos los sinsabores de nuestros últimos tiempos no tuve
el coraje necesario para abandonarlo del todo como hice contigo cuando te dejé
de amar. Era muy distinto a ti. Ni mejor ni peor, simplemente diferente, muy
diferente.
Hace una pausa. Saca un pañuelo del bolso y se suena la nariz sin hacer
ruido. Los mocos acuosos caen solos. Luego continúa:
—De ti me gustó en su día tu firmeza, de él me enamoró su desvalida
dulzura. Érais tan diametralmente opuestos que para mí os complementábais de
una manera maravillosa. Lo que a uno le faltaba al otro le sobraba y viceversa.
Hubiésemos podido vivir los tres juntos en perfecta armonía. Si tú lo hubieses
consentido posiblemente él lo habría aceptado, sin recelo. Me lo comentó en
broma en alguna ocasión aunque yo sabía que hablaba muy en serio. De haber sido
así, yo habría quedado encantada,
fascinada. Pero fue mejor como fue. De haber sido de otra manera, hoy tal vez
los muertos serían más de dos. Siempre fuiste firme de carácter y lo que un día
me atrajo irreprimiblemente hacía ti, otro, me alejó para siempre. Él me llegó
a amar sin reservas, tanto que en aras de mi felicidad sacrificó su vida hasta
el duelo.
Ella está hablando y tú, como herido por la vergüenza, desvías la vista
para no enfrentarte a la suya.
—No te he llamado para que me ayudes a trasladar su cadáver, de eso me
puedo encargar yo. Irene también me ayudará. Si he querido que vinieras ha sido
para que los tres juntos pudiésemos compartir estos instantes íntimos y
recordar, por última vez, aquello que un día nos unió y las muchas cosas que
nos llevaron después a nuestro irremediable aniquilamiento. No te pido ahora
que te quedes, pero si lo haces me refugiaré en ti por un tiempo, como lo hice
tantas veces en nuestro pasado común sin que apenas te dieras cuenta. En estas
extrañas circunstancias he sentido la necesidad de tenerte conmigo.
Hace una pausa y te muestra un papel arrugado que saca del bolsillo de
su pantalón.
––Lo tenía en su mano cuando llegué.
“Esto empieza a hacer efecto. Muy
pronto me voy a dormir y tú no habrás llegado. No puedo esperarte, ya no queda tiempo. No me guardes
rencor. Me voy con tu nombre en los labios y tu recuerdo en mi corazón.
Recógelo todo y quédate con lo que creas que merece la pena guardar. Ayer rompí
todos los escritos, los hice pedacitos y luego los arrojé a un contenedor.
Habla con Irene, sólo con ella y con nadie más. Sólo a ti te entenderá. Si
hubiera otra vida ten por seguro que te seguiré amando allá donde esté. Qué
pena que después de esto ya no quede nada, ni siquiera el recuerdo. Si tuviese
la oportunidad, ten por seguro que
volveré para decirte a qué lugar van los muertos”.
Lo
lees y no lo acabas de entender. ¿Qué clase de perdón le está pidiendo a Lucía?
No esta solicitándole su benevolencia, lo que ha pretendido es envolverla una
vez más en su espiral delirante que final y felizmente ha puesto fin a su
propia tragedia en la que ha arrastrado a demasiada gente. Si ha tirado todo a
la basura por qué le invita a que recoja “aquello
que pueda merecer la pena guardar”. Seguramente, el muy canalla le está
insinuando que indague en una búsqueda que le permita hacerle entrega de lo que
antes de morir deseaba. La quiere seguir provocando incluso después de muerto.
Hay que ser muy rebuscado y muy mala persona para seguir haciendo daño después
del suicidio. Ahora te das cuenta de su jugada. Él ya sabía que Lucía te
llamaría y que te haría partícipe de su acto final y minúsculo y que con esa
nota no estaba provocando su curiosidad sino la tuya. Quieres hablarle de todo esto pero entiendes que no es el
momento, a los muertos hay que llorarles mientras están de cuerpo presente pero
una vez enterrados al traste con su memoria y sus últimas voluntades.
“¿Qué recoja todo y se quede con
lo que crea que merece la pena guardar?”. Sigues sin entender.
Entre el desconcierto y la indignación vuelves a leer dos, tres, cuatro
veces aquel escrito mortuorio y poco a poco te va pareciendo menos cruel, llega
a parecerte incluso hermoso, sobretodo el último párrafo al que encuentras
bellamente literario y poético. Cuando terminas la cuarta lectura lo pones
contra la pared para alisar las arrugas. Luego, lo doblas en cuatro partes y se
lo devuelves a Lucía.
—No lo pierdas —le dices—, es la prueba auténtica de su voluntad final.
Puede que te sirva.
Ella te mira con perplejidad y acaba dibujando en su rostro cansado un
inquietante punto de interrogación. No sabe cómo interpretar tus últimas
palabras.
Estáis ahora los dos nuevamente en la habitación donde Elías yace panza
arriba y con la boca abierta. Tiene puesta la chaqueta de un pijama a rayas
verdes y blancas y unos calzoncillos azules con lunares blancos. Parece que
están meados. Se te antoja que es un atuendo poco serio para un acto tan
trascendente como un suicidio. Su expresión te recuerda a muchos adormilados de
los que viajan al amanecer en los trenes de cercanías. Podrías intercambiar su
cara de muerto con la de cualquiera de ellos. Está tan natural, tan poco
estresado, que por un momento te asalta la duda acerca de la certeza de su
muerte y quieres acercarte para tocarle y cerciorarte, pero desistes ante
semejante estupidez. Tiene que estar ya frío y sobre todo rígido y cuando
vuelves a pensar en la muerte se te viene al pensamiento la imagen del portero
de tu casa al que encontraste tirado en su garita un amanecer, de no hace
muchos meses, víctima de una muerte repentina Aquel muerto levantó entre el
vecindario muchísimo revuelo e incluso algunas dudas razonables sobre la causa
de su óbito. “No era buena
persona” —se decía de él.
Te vuelves hacia Lucía y lanzas un suspiro al aire como dando a entender
que así es la vida. Ella no percibe tu intención. Tiene la mirada ausente y los
hombros caídos. Te crees en la obligación de dar un poco de consuelo. Has visto
que en los duelos la gente, incluso los poco allegados entre sí, se abrazan
efusivamente y se dan besos en la cara y palmadas en la espalda, como si en el
contacto físico se diluyera el dolor de la desesperanza. La tomas por la
cintura y la atraes hacía ti en un gesto exento de ternura. Sigue exhalando el
aroma que tanto te excitaba en otros tiempos pero no pones ni un ápice de
intención en ese acto. Ella, para tu asombro, reclina su cabeza en tu hombro y
te dice que nadie se merece lo que estáis viviendo. Y entonces sientes pena por
ella y por ti, e incluso por el
desalmado que acaba de quitarse de en medio haciéndoos partícipes de su último
acto de cordura. Es un dolor compartido aunque uno de los tres ya no sienta
nada. Y piensas, atropelladamente, en vuestras vidas marchitas que se han ido
triturando poco a poco en los engranajes de un mundo vacuo. Los años han ido
pasando a una velocidad que no era imaginable cuando corríais ante los caballos
locos de los tiempos felices. “Cuando termine la escabechina del tiempo
—piensas—, llegarán los días de tamizadas luces suaves y con ellos la paz”.
Continuará...
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